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Dinámica, renovada, inquieta, la obra de Matilde Marín no parece aquietarse con facilidad, ni siquiera en sus imágenes más emblemáticas.
Ampliamente reconocida en el medio local, y con una importante repercusión fuera de nuestras fronteras, su producción no deja de inscribirse una y otra vez en el contexto cultural y artístico de nuestro tiempo, y esta muestra focalizada en los trabajos de los últimos diez años es quizás el mejor ámbito para comprobarlo. Si por un lado el paisaje capta su atención, poniendo en evidencia la fuerza de la naturaleza que todavía es uno de los ejes de la potencia de los países latinoamericanos, por otra parte su mirada se posa en los quebrantos, en las fracturas que atraviesan por igual a esa naturaleza y a la vida urbana.
En los años recientes, Marín ha optado por la fotografía y el video como medios de exploración de la realidad. Interesada, tal vez, por su carácter testimonial, por la fuerza de la que todavía son capaces sus imágenes –a pesar de todas las diatribas en contra de la veracidad y la objetividad de los registros tecnológicos- la artista encuentra en ciertos aspectos de la cotidianidad una clave para entender nuestro tiempo. Si bien no se orienta hacia el discurso documental ni hacia la declamación política, sus obras captan la vibración de los conflictos que atraviesan el tejido comunitario y la traducen en ambientes y acontecimientos que no ocultan esa conmoción interna. Por eso sus imágenes descansan siempre sobre una tensión, una vibración profunda que las vuelve enigmáticas -a veces detrás de la superficie y otras veces en el tiempo- provocando una reflexividad constante que se proyecta hacia el espectador.
La muestra está compuesta por dos grandes series de trabajos. Una de ellas se centra en los parajes naturales, en la magnificencia de sus extensiones pero también en la fragilidad de sus detalles y destino. Como en la tradición paisajista de la que bebe, Marín encuentra allí la ocasión para desplegar una mirada que es casi una cosmovisión, una mirada interesada, analítica y propositiva, impregnada de subjetividad y muchas veces atravesada por su propia figura extendida hacia la imagen en sombras y marcas inocultables. Una segunda serie de trabajos se centra en la vida urbana, en sus vicisitudes y sus personajes, en su devenir y su transformación irrefrenable. Allí la artista encuentra una sociedad fracturada, marcada por heridas que se multiplican hasta convertirse en un rasgo epocal. Las referencias a la situación argentina son inmediatas, pero no son las únicas. Más allá de sucesos y coyunturas, trascendiendo el reciclaje forzado y la supervivencia inducida, hay una preocupación que podríamos caracterizar de humanista en toda esta producción donde conviven los fantasmas de los avatares políticos y económicos con la pregunta por el destino de toda una forma social.
Una y otra serie dialogan y se complementan. A pesar de lo que pueda sugerir una visión rápida, no hay en ellas oposición sino una continuidad íntima, a veces secreta. Esa continuidad es uno de los hilos conductores de la exposición; por eso, el ordenamiento no sigue cronologías sino esa otra unidad más intensa que es la de la propuesta conceptual. Así es como fotografía y video conforman, en definitiva, una producción indiscernible. La obra de una artista que no deja de convocarnos en imágenes que conjugan la belleza, el drama y la vitalidad.
Info: Hasta el 14 de septiembre, en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930