Heredó el oficio de su padre, un inmigrante siciliano que no sabía leer ni escribir, pero que le enseñó no sólo a trabajar con las manos sino a construirse un futuro a través del esfuerzo, la educación y los valores del espíritu. Platense de nacimiento, Tomasello estudió dibujo en la Pueyrredón mientras trabajaba como albañil en la construcción como testimonian sus grandes y nudosas manos; mas tarde ingresó a la Escuela Superior Ernesto de la Cárcova e inició su vida de artista. A los 36 años viajó a Europa a reencontrar sus raíces y en la Catedral de Chartres tuvo la revelación que encauzaría su destino. "Descubrí que la luz, al atravesar esos vitrales medievales, formaba los colores y los hacía visibles. Así me iluminó el concepto de color-luz". También en ese momento estableció el primer contacto directo con los grandes artistas abstractos de la época. "De Mondrian no sólo aprendí la vertical y la horizontal sino los conceptos de lo mínimo y lo máximo". Conceptos que marcarían, para siempre, el rumbo de su búsqueda.
De vuelta en su patria, frecuenta a Pettoruti y Arden Quin y su obra plástica se vuelve definitivamente abstracta. Realiza su segundo viaje a París en 1957, donde se radica hasta la actualidad. Y es aquí donde da el segundo gran paso; abandona la pintura plana para conquistar el espacio. El cuadrado se transforma en cubo y el cubo fijado a la superficie del cuadro por una arista, con sus seis caras libres en el espacio, permite que, según la incidencia de la luz, una de ellas la refleje con más intensidad y así, el blanco será mas blanco. Tomasello descubre que si aplica color a una de las caras opuesta al plano, éste se refleja y se proyecta en el espacio, creando la atmósfera mágica del color-reflejado. "El color nace de la forma y se transforma de visión en sensación". La sensación del espectador es que el objeto que está frente a él se desmaterializa por el juego de la luz, sus reflejos y transparencias. Una experiencia casi espiritual.
Tomasello conoció al que sería su gran amigo, Julio Cortázar, en su segundo viaje a Paris, cuando para sostenerse pintaba paredes. Una amistad que creció "entre mates y asados" y culminó con dos libros objetos: Un elogio del Tres (1980) y Negro el 10 (1984). En este caso fue el escritor quien ilustró con sus poemas la obra plástica y éstos fueron los últimos poemas que escribió Cortázar, en el hospital, antes de morir. Para este gran escritor, Tomasello es un alquimista que "juega a ordenar lo desordenado y a peinar minuciosamente la cabellera de la luz".
En Francia Tomasello realizó varias integraciones arquitectónicas pero aquí la única que podemos apreciar es el mural proyectado por el artista para el Museo Nacional de Bellas Artes de Neuquén. Las veintitrés obras que se exhiben en Klemm forman parte de una generosa donación que el artista realizó al Museo de Arte Contemporáneo de La Plata y ahora su sueño es levantar un museo en esta ciudad que lo vio nacer. Luis Tomasello juega; construye volúmenes y crea espacios para permitir que la luz pinte mágicas atmósferas. Es un arquitecto alquimista, un cómplice de la luz, que prepara el escenario para que el milagro de ésta se produzca. Info: Hasta el 20 de julio Fundación Federico Klemm, M. T. De Alvear 626
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