A diferencia de las dos ediciones anteriores, la Documenta de este año ha decidido mantener un perfil más bien bajo. Aunque su apuesta es tan fuerte como las de sus precedentes, los curadores se han llamado al silencio y han preferido que sea el público quien articule los conceptos de la exposición. Los textos curatoriales son bastante elusivos. Lo fundamental de esta Documenta no se encuentra en declaraciones y discursos, sino en las propias salas de exhibición.
Allí se observa una curiosa confrontación de piezas de diferentes períodos históricos. Si bien el grueso de las obras son contemporáneas, llama la atención su interrelación con objetos de los siglos XIV en adelante. Esos objetos, a veces artísticos y otras decorativos o utilitarios, ponen en evidencia una de las tesis de la exposición: el permanente intercambio de influencias y las deudas del arte occidental a la producción estética no occidental.
La apuesta es arriesgada, porque esta misma confrontación ha sido duramente criticada en exposiciones como Magiciens de la Terre (1989). Pero aquí, las relaciones no se producen sin conflicto. El montaje invita permanentemente a cuestionar cualquier tipo de lectura superficial, estimulando las dudas y la reflexión. Esos conflictos son muchas veces visuales, como sucede en el diálogo entre una pieza minimalista de John McCracken y la ruptura de una galería de arte inducida por la rosarina Graciela Carnevale en 1968. O también, en la interrelación de un velo islámico, un mandala de McCracken y las fotografías de trabajadores africanos durante el Apartheid de David Goldblatt. Por momentos, las relaciones son francamente incomprensibles. Pero siempre proponen una ocasión para la actividad intelectual.
Entre mediados de la década de 1950 y finales de los 70 se identifican un núcleo de obras y artistas pioneros. La mayoría de esos artistas son mujeres, en gran medida desconocidas. Encontrarse con estas piezas y sus autoras es probablemente uno de los placeres más logrados de esta exposición. Y no sólo por su indiscutible calidad, sino principalmente porque no van acompañadas de ningún discurso reivindicador. Silenciosamente, esta exposición supera con creces las intenciones de la bienal "feminista" de Rosa Martínez (la Bienal de Venecia de 2005) al no destacar a las artistas por el hecho de ser mujeres o plantearse "temas femeninos", sino simple y llanamente por su calidad, su pensamiento y su sensibilidad. La exposición se desarrolla en cinco sedes diferentes, que se corresponden con otras tantas propuestas expositivas. Desde el museo tradicional al espacio industrial, se plantean diferentes formas de exhibir el arte y sus efectos. Como la edición anterior, ésta puesta también por cierta mirada multicultural. Y el arte argentino ha encontrado un buen espacio, a través de Grete Stern, Graciela Carnevale, Tucumán Arde, León Ferrari, Sonia Abián, los expatriados Jorge Mario Jáuregui y Alejandra Riera, la revista Ramona y Diego Melero, invitado a realizar una performance por esa publicación.
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