Una extraordinaria exposición, dedicada a Martín Malharro, se presenta hasta el 27 de agosto en el Museo Nacional de Bellas Artes. De esta manera se salda una deuda que nuestras instituciones culturales tenían con uno de los más interesantes pintores de la Argentina. La muestra, curada por Ana Canakis, está acompañada por un libro, editado por la Asociación Amigos del Museo, que reproduce numerosas obras y algunos de los lúcidos escritos del artista.
Exigido por su precaria economía Malharro, además de su práctica artística, se dedicó de manera profesional a la ilustración y a lo que hoy llamaríamos diseño de envases, membretes y hasta prendas de vestir.
Se sitúa próximo generacionalmente a Sívori, de la Cárcova o Schiaffino, artistas a los que José León Pagano considera como "los organizadores" por las funciones que cumplieron creando y dirigiendo la academia, los salones y el museo, a partir de la fundación de la Sociedad Estímulo de Bellas Artes en 1876.
Precisamente, fue en esa institución donde Malharro, bajo la guía de Francesco Romero, adquiere el dominio de los medios técnicos, aunque desde el principio, instintivamente, se rebeló contra la rigidez de la formación académica. Su inquietud lo volcó hacia el paisaje de distintas latitudes de nuestro país, llegando, insólitamente para la época, hasta Tierra del Fuego.
Su primer gran triunfo fue El corsario La Argentina, una potente marina exhibida en el Salón del Ateneo de 1894, que lo consagró como especialista en este género pictórico. Además de las ilustraciones realizadas para el libro homónimo de Oliveira César, obras posteriores tratan ese mismo tema inspirado en la asombrosa trayectoria de Hippolyte Bouchard, marino francés al servicio de la independencia americana. Estas pinturas muestran con claridad la búsqueda de un lenguaje que, tras la asimilación del impresionismo durante su estancia en París (1895-1901) lo instalaría en la modernidad estética. Entonces también conoció las variantes posimpresionistas, cuya subjetividad se acomodaba mejor a su carácter independiente y a sus ideales libertarios.
De ahí en más, a través de las mutaciones de la luz y del color inspiradas por el paisaje, su pintura acoge la exaltación gozosa de una mañana de estío, el abrasador instante que se consume en una puesta de sol, la melancolía de un atardecer de tintes grisáceos o el silencio concentrado y lunar de un nocturno. Todo a través de los más luminosos dorados, carmines, verdes, lilas y azules, que conservan su diafanidad aunque arrecien las nubes y se presienta el trueno, aunque la oscuridad desdibuje y siembre el misterio.
Malharro creyó en la construcción de una identidad nacional recreando las investigaciones y los nuevos recursos del arte más avanzado de su época, ajustándolos a motivos y maneras propias, en su caso, a las emociones suscitadas por los paisajes argentinos. Su prédica, sostenida también por medio de la crítica de arte ejercida en varios medios y de la enseñanza y la teoría pedagógica, dejó además discípulos como Ramón Silva, Walter de Navazio, Valentín Thibón de Libian, Carlos Giambiagi y Luis Falcini, que junto a su maestro cimentaron la primera reacción frente a las normas académicas e iniciaron el camino del arte argentino moderno. Hasta el 3 de septiembre en el MNBA, Av. del Libertador 1473.
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