News Argentina

miércoles 16 de julio, 2008
OPINIÓN
Entre copias y falsificaciones
por Jorge López Anaya
OPINIÓN

En la Antigua Roma, regresar de la batalla sin esculturas de mármol o bronce del pueblo vencido era no sólo privar a la República de su prestigio y al pueblo de un patrimonio artí­stico creciente, también era perder el estatus social familiar que se consolidaba con una decoración doméstica "a la moda".
El culto fetichista a los objetos artí­sticos, el "afán de poseer objetos admirados o de prestigio", es común a todos los tiempos y a todas las culturas. Asociado con ese deseo se desarrolló el mercado, la revalorización y la cotización de las obras de arte. Pero también se multiplicaron las copias y las falsificaciones. No es extraño que ya en 1621, Giulio Mancini, en su libro Consideraciones sobre la pintura, describa los procedimientos utilizados de manera habitual por los falsificadores; en algunas páginas también aconseja de manera práctica cómo diferenciar los originales de las copias. Y de las falsificaciones.
Una copia, como señala Mancini, no es una falsificación. Los museos de todo el mundo poseen copias en sus colecciones, pero catalogadas de esa manera. No se conocerí­a gran parte del arte griego sin las copias romanas. Para el historiador, la copia es muchas veces la única fuente de información sobre una imagen desaparecida. Sabemos cómo era la famosa Ronda nocturna de Rembrandt antes de que le cercenaran algunos centí­metros por la copia que hizo un discí­pulo. Tenemos algún conocimiento de El rapto de Paris, un cartón perdido de Rafael, por la copia del grabador Marcantonio Raimondi (1480-1527).
Hace unas semanas, en Parí­s, en el coloquio de la Confederación de Expertos de Arte (CEDEA), se señaló que era importante distinguir cuándo una copia se convierte en una "falsificación". La respuesta es simple: en el momento en que su comercialización tiene por objetivo el engaño o la estafa, cuando se intenta hacerla pasar como creación de una mano diferente. La definición es de orden legal; lo importante es la intención.
La falsificación es tan antigua que en Roma se vendí­an cuencos de plata "egipcios" hechos por artesanos fenicios (quienes explotaban la última moda). Los maestros del Renacimiento italiano fueron falsificados en vida. Francisco I de Francia, quien coleccionaba obras de arte de los grandes maestros italianos, encomendó su búsqueda y adquisición a Giovanbattista della Pala. Cuando este "marchand" (el primero de la historia) no las encontraba disponibles encargaba su copia; la falsificación ingresaba así­ en la pinacoteca real.
La Cena de Emaús, tela pintada por Han van Meegeren en el estilo de Vermeer (1632-1675), suele ser mostrada como el ejemplo de la falsificación más eficiente. Pero su éxito fue sólo temporal; el clima que se viví­a en Europa hacia el fin de la Segunda Guerra Mundial frente al hallazgo de obras de arte ocultas o no documentadas contribuyó al error. En 1947, poco antes de su muerte, van Meegeren fue sometido a juicio.
Otro falsificador que la prensa convirtió en héroe romántico es Elmyr De Hory, autor de una Mujer con sombrero de Matisse (una mala copia del original). Cuando ya no pudo continuar con sus falsos cuadros, se dedicó a vender pastiches y copias que firmaba sólo con su nombre de pila.
Por su parte, Tom Keating, famoso falsificador inglés de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, nunca aceptó la autorí­a de algunas versiones espurias que se le atribuí­an. Pero en 1976, con motivo de la muestra de cuadros "recién descubiertos" de Samuel Palmer (1805-1881), que se presentó en Londres, se pudo comprobar que todos, sin excepción, habí­an sido realizados por Keating.

 

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