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El recogimiento de una monja que esconde su sexo florecido debajo del hábito. Un gaucho se convierte en centauro junto a su guitarra y su caballo. Un indio sumido en el despojo del silencio histórico. La tragedia de una madre que sostiene a su hijo abrazando la desolación de la muerte. Un hombre y una mujer se unen en un beso consagrando su amor. Un guitarrero ahoga penas en un canto que puede imaginarse desgarrado.
Juan de Dios Mena (1897-1954) llegó al inhóspito territorio del Chaco, descubrió el embrujo del monte y se convirtió en hechicero del curupí. Se aquerenció en esta tierra de intensidades y rigores, puso su mirada en la madera para crear una serie de personajes captando el espíritu de un tiempo.
Con singular talento y particular poesía, el artista exploró con audacia en las formas exageradas hasta llegar a las deformaciones expresivas e incluso -en sus últimas obras- abordar el encanto de la abstracción. Una fecunda producción de más de 500 tallas recorre ese camino instintivo en el que reflexiona sobre la realidad que protagoniza. Elogia y se burla, con maestría y sarcasmo, del paisaje humano que pondera desde la creación de ese personal homenaje en que exalta el ser.
Un Cristo indio sangra clavado en la rústica cruz de tablón abandonado. Una vieja desdentada elucubra algún payé. Un ruego ensimismado se transforma en plegaria urgente y necesaria. Juan de Dios Mena, genio y figura que acerca el latido profundo del Chaco.
La mayor colección de este artista puede verse en El Fogón de los Arrieros (Resistencia) pero hasta febrero inclusive está habilitada la exposición “Mena. Juan de Dios... y el diablo” en el Macro (Rosario) como una de las muestras inauguradas por el quinto aniversario de ese importante museo.