Nota publicada online
Desde 2012 la galería Gachi Prieto impulsa cada año Proyecto PAC (Prácticas Artísticas Contemporáneas), un espacio de formación para artistas, curadores e investigadores a través de la integración de programas anuales de análisis, crítica y producción de arte, ciclos de seminarios y residencias a cargo de docentes de primer nivel. PAC es además una plataforma de producción, investigación y reflexión que promueve el trabajo interdisciplinario con excelentes resultados. Prueba de ello son las exhibiciones que periódicamente se realizan en la galería para mostrar el trabajo realizado por los curadores y artistas que asisten a sus programas, como la exposición colectiva que puede visitarse en estos días con la curaduría de Rocio Rivadeneyra, Santiago Canción y Marcela Costa Peuser.
“Pulsiones titubeantes”, el título de la muestra, parece una contradicción en términos. La pulsión, si nos atenemos a lo central de este concepto clave del psicoanálisis freudiano, no titubea: es un empuje que hace tender al organismo hacia el fin de satisfacer una tensión interna. Es energía, fuerza, impulso para suprimir ese estado de tensión. Pulsión sexual, pulsión de muerte, pulsión de autoconservación, pulsión de vida, pulsión agresiva o destructora, pulsión de apoderamiento, son aristas de lo pulsional que ilustran su infinita complejidad. En su contradicción -o al menos, en su ambigüedad-, el título que eligieron los curadores Rocio Rivadeneyra, Santiago Canción y Marcela Costa Peuser (Grupo Curatorial RoSaMar) no es ingenuo. A dos años del inicio de la pandemia que fracturó todas las certezas de la realidad y nos puso cara a cara con nuevas incertidumbres, la muestra propone una experiencia cuyo objetivo principal es que el visitante se pregunte cómo es su modo de lidiar con estos nuevos bordes imprecisos, cuál es su modo de habitar este nuevo tiempo/espacio que nos toca vivir.
El primer titubeo con el que se enfrenta el visitante se produce ni bien transpone la puerta de la galería y, en lugar del esperado y habitual cubo blanco con obras en exposición, se topa sorpresivamente con un pequeño espacio oscuro delimitado por una cortina negra donde brilla la obra de Constanza Bardi, “Trampa UV” (de la serie “En algún lugar que aún no existe”), una especie de nube azul que flota en el espacio con partículas rojas fluorescentes, iluminada con luz ultravioleta.
El contraste es contundente cuando el espectador atraviesa la cortina negra y se encuentra en un espacio de blanco resplandeciente, iluminado con luz plana, donde flotan las obras: solo dos están montadas sobre las paredes. El pasaje del espacio oscuro al del blanco deslumbrante es teatralmente escenográfico, casi una representación dramática del límite interior/exterior que estuvo tan presente para todos durante la pandemia. En un rincón de la sala cuelga desde el techo hasta el piso la instalación “Coreografía para destejer un pulóver” -circularidad de la acción también muy alusiva al confinamiento-, que Eliana Heredia realizó con cartulina en tres tonos de amarillo, lana y velcro. Con el movimiento, algunas piezas de lana se fueron pegando al velcro, que era en parte la intención de la artista al hacer la obra.
En el rincón opuesto, Iara Kaumann, artista que este año obtuvo una mención en el Salón Nacional de Artes Visuales y suele trabajar con el autorretrato en el límite lo bello y lo grotesco, presenta una escultura de resina pintada con óleo de una figura femenina que mira hierática al infinito, en la actitud de quien está y al mismo tiempo no está, otra versión, al fin y al cabo, del exterior y el interior. Hay en ella algo misterioso que atrapa magnéticamente la mirada.
De Sandra Botner, una videoinstalación en la que un hilo rojo se enreda sistemáticamente en una mano remite un poco a lo que fue el encierro pandemico y a la autopercepción de las propias amarras. Una esquina de la pantalla donde transcurre el video se apoya en el carrete de hilo como una forma de activar la pieza desde ese objeto.
Justo enfrente, un díptico fotográfico de la performer Roma Vaquero Díaz alude con un autorretrato y la imagen de una apacheta -esas piedras apiladas que se ven mucho en la cultura andina- a la memoria del cuerpo para “sostener un deseo”. El peso de la piedra empieza a asumir la presencia de la artista dentro del espacio.
Dos enormes y delicados dibujos de Eugenia Soma flotan en el espacio de la sala. La artista los realizó durante dos años en su pequeño departamento, invadido por su obra durante la pandemia y se transforman en una reflexión sobre la forma del habitar poético y del propia espacio de vida.
Luciana Aguirrebengoa muestra una interesante instalación hecha con bolsas de residuos que terminaron convirtiéndose en una especie de gran medusa. La artista suela trabajar con formas orgánicas y del fondo marino que parecen moverse mecidas por el agua. Junto con las obras de Soma y Heredia, la suya impone en el espacio de la muestra una contundente disposición vertical.
“Mínimas, íntimas, enigmáticas” se titula la obra de Yanina Sgro, una delicada pieza que a primera vista parece bordado pero que en realidad combina tul, pintura al óleo y sublimación sobre gasa en un juego de sutiles transparencias.
Mientras el espectador hace el recorrido escucha la voz de Priscila Rimkevich, instalación sonora que repite obsesiva, insistentemente, sin titubeos, la misma frase, como un mantra o una letanía religiosa, sobre la producción artística: “Una dirección a seguir una y otra vez”.
En el límite de la sala, un huevo de fieltro contenido en una caja de exportación es el enigma que Andrea Nosetti presenta al espectador. El huevo, imagen del origen, parecería un cierre en el final de la sala. “Pero el huevo es también algo que abre -dicen los curadores-, algo de inicio. Es un indicio de hay algo que sigue. Y es verdad: hay algo que sigue del otro lado”.
Lo que sigue, luego del pequeño espacio negro del inicio y del cubo blanco en segunda instancia, es el espacio abierto del patio. Allí se impone alegremente “Todos los veranos”, la obra de Carlos Segovia, artista de Necochea cuya poética arraiga en el paisaje de la playa, lo marítimo, el horizonte que une los azules del cielo y el océano: una colorida torre de sombrillas playeras, la de abajo entera y las siguientes agujereadas por quemaduras, más numerosas a medida que se sube en la torre, hasta que la última es apenas un resto de sombrilla cuyos harapos agita la brisa como un recuerdo que apenas sobrevive en la memoria o en los sueños.
Dialoga con esa obra la de Juana Menéndez, “Del aljibe a la torre”, instalación de una sublimación de una pintura original en una tela y varios almohadones.
Activaciones de la muestra:
El viernes 4, a las 18,30 está prevista una performance de Roma Vaquero Díaz y, el martes 8, la preformer Ada Suárez realizará una acción en diálogo con la obra de Sandra Botner, a partir de las 16 hs, en el marco del cierre de la muestra.