El paisaje parece ser el tema dominante en la obra de Roberto Tabbush pero basta con detenerse un poco en la densidad de la materia que ocupa el plano, para razonar que es un ejercicio de pintura donde cada modulación se siente como una delectación propia de un lenguaje que el artista ejecuta con oficio.

Como en una evocación poética, la imagen está cargada de sensaciones que parecen interpelar sus memorias, su recorrido de viajero frecuente. Así son sus apariciones de arquitecturas evanescentes que, más que describir un estilo reconocible, pueden interpretarse como una lejanía inalcanzable en medio de una densidad donde el agua y el cielo tienen siempre un rol protagónico. Como en la misma meditación de quien cruza un río o navega un mar con proximidad al continente, el color tiene la importancia clave para entender el modo en que se produce la alquimia del reflejo, o de la niebla que dibuja formas que no pueden leerse correctamente y se adivinan como quien mira una nube intentando descifrar la analogía.

Su pintura está cargada de sensaciones visuales que nos hacen viajar también como si formáramos parte del mismo trayecto, como compañeros de viaje. Es que el espectador está en el mismo punto desde donde Tabbush se ubica, sólo que -como si fuera una proyección de sus sueños- quedamos inmersos en su universo personal.

Un recorrido por cada una de sus obras es casi una invitación a escuchar sus relatos de viajes, de paisajes evocados y de memorias mínimas que describen sutilezas, vistas por su mirada y amasadas en la materia con que compone sus relatos.