Nota publicada online
Una retrospectiva de Pablo Suárez (Buenos Aires, 1937-2006), figura central y dinamizadora de la escena local a lo largo de cuatro décadas, desde los años 60 hasta los 2000. La exposición propone repensar su rol y producción en diálogo con la tradición artística y cultural de nuestro país. Reúne una selección de 100 obras, entre pinturas, dibujos, objetos y esculturas, además de materiales de archivo inéditos.
Entrar en el universo que propone la obra de Pablo Suárez (Buenos Aires, 1937-2006) con la guía de los curadores Jimena Ferreiro y Rafael Cippolini quienes, junto al departamento de Curaduría del museo, forjaron una experiencia que tiene todas las estaciones o capítulos que exploró como poéticas a lo largo de su vida. Desde sus inicios cuando se relaciona con el informalismo con una obra oscura cercana a Alberto Greco, pero que deja entrever la figura humana agazapada. Luego cuando participó de La Menesunda como colaborador junto a David Lamelas, de Marta Minujín y Rubén Santantonín. También formó parte de Tucumán Arde, una experiencia de denuncia social que cambió la impronta del arte conceptual latinoamericano. O cuando mandó esa famosa carta a Jorge Romero Brest, director del Instituto Di Tella, desistiendo de su participación en las Experiencias 68 con argumentos tan sólidos como los que reconoce Ferreiro en el ensayo curatorial, cuando habla de “su imposibilidad moral de seguir con aquella retórica de ilusoria confrontación con la institución, cuando en verdad el fenómeno del arte sucedía afuera, en las calles, en la vida”.
Descreyó de la desmaterialización de la obra asociada a una vanguardia tan experimental y se afilió a refundar las tradiciones pictóricas de Fortunato Lacámera, de Gramajo Gutiérrez, de Cándido López y Molina Campos. En los sesenta, aparecen los personajes de las Muñecas Bravas, 1964, en la muestra de Galería Lirolay, abriendo una combinación de plano y volumen, con figuras femeninas muy grotescas y también muy próximas a las series de Antonio Berni, de otro canon social. Desde ese momento nunca abandona la figuración, ni el placer por los detalles, aunque en su obra hay contenidos que escapan a la simple clasificación caricaturesca y cada cosa o personaje comienza a estar ahí para dar una reserva de sentido que escapa lo simple.
El siguiente paso está signado por su aislamiento de la escena de Buenos Aires, cuando se instala junto con Horacio Campillo, en las sierras de Merlo (San Luis) y pinta, con maravilloso lujo de detalles, el entorno más cercano. Esta etapa, se presenta en un ambiente completamente diferenciado, con alfombra y un recorrido que intenta una intimidad. En estas pinturas se cuelan las sombras, que aparecen como en segundo plano, pero recortadas con nitidez. Ferreiro reconoce en esta referencia que “sus bordes son netos y el efecto, fantasmático. El sistema de vigilancia y control de la época parece haberse concentrando allí, perturbadoramente, como al acecho, y las sombras haberse transfigurado en sujetos anónimos.” Pablo Suárez decía por entonces en un reportaje que “yo no represento el objeto sino la imagen que ese objeto ha dejado en mí. Es decir, no me aproximo a la realidad en aras de una mayor objetividad, sino a mí mismo intentando rescatar de mi memoria lo que he internalizado de esa realidad. La imagen representada está, de esta manera, dotada de una carga afectiva muy grande, teniendo en cuenta que, por ejemplo, un balde no es un balde, sino todos los baldes que he mirado, usado, roto, ensuciado, etc.”
Lo barroco y lo plebeyo salen nuevamente a la luz con el retorno a la democracia, en asociaciones con la imaginería popular de las tallas religiosas asocia la cabeza de San Juan Bautista con la del Chacho Peñaloza, ofrecidas como testimonio de su calvario con los ojos saliendo de sus órbitas. En octubre de 1984 hizo su muestra Desde Mataderos, en el Espacio Giesso de San Telmo, en la que presentó su Narciso de Mataderos, una pieza donde establece un canon distinto en el arte argentino, el de un nuevo enfoque del desnudo masculino. Cippolini en su ensayo señala “Suárez introduce al espectador en la visión del Narciso en su momento de regodeo privado, delectándose consigo mismo, admirándose. Los muebles que antes pintaba comienzan a formar parte de la escultura.” Así como se presenta el arquetipo de lo que será una impronta muy admirada por los jóvenes del under de la época, aparecen las escenas barriales como la interesante El heavy metal, el petiso y el enano en el taller mecánico, una descripción de la periferia cargada de lo que el recordado López Anaya definió como “un auténtico lunfardismo icónico”. Los chongos comienzan a colarse paulatinamente en su obra generando una inquietante ventana a un código de representación que es a la vez estético, sociológico y antropológico de un espacio desclasado que tomará distintos motivos como los hombres-sapo, los trepadores o los cavadores que señalan a la vez la crueldad y la tragedia humana y refieren claramente a los dichos populares.
La fuerza de una obra como Exclusión, 1999, que le valiera el Premio Costantini y que refleja claramente el espíritu de época con todas sus réplicas maravillosas donde el chongo deviene hombre común sometido a las irracionales dimensiones de la política liberal del momento. Vale traer aquí algo de su pensamiento recogido en múltiples conversaciones donde establece su propio recorrido y define “una obra que no dejara de lado un discurso literario, que fuese comprensible desde el discurso interno de las artes plásticas y también desde una especie de anecdotario suburbano, porque a mí me importa definirme casi como un producto de suburbio”.