Nota publicada online
La exhibición La música como epifanía del mundo reúne instalaciones y esculturas sonoras que proponen otro camino para comprender la realidad y la naturaleza.
“Soy un poco compositor, luthier, escultor... un poco todo junto”, dice Juan Sorrentino minutos antes de inaugurar su muestra La música como epifanía del mundo, que se puede ver -y escuchar- estos días en la galería Herlitzka + Faria. Si se quiere ser ortodoxo, hay que decir que Sorrentino (Chaco, 1978) es artista sonoro. Pero ninguna definición parece cuadrarle cabalmente. Las obras que se despliegan en tres salas de la galería revelan los conocimientos diversos de los que el artista se vale para investigar y dar cuenta poéticamente de lo que percibimos como realidad.
“Hallándose un día en el monte -escribe Camila Pose en el texto curatorial-, el artista se dispuso a escuchar los sonidos y las direcciones, tras lo cual construyó un gigante cono que pudiera dar cuenta de la interrelación de la materia en el indisoluble espacio-tiempo. Este cono sería el instrumento para volcar hacia afuera las texturas sonoras del mundo y, así, llevar adelante la comitiva de un relevamiento de los ecosistemas. Un gesto más en la comprensión de sus misterios (…) El cuerno que anuncia las relaciones de este mundo asume la forma de un monumental cono de acero en Space Scanner”. Esta obra, Space Scanner, es sin duda el centro de la exhibición. Es magnética para la mirada la presencia de ese gran cono de acero que flota en un pequeño estanque dentro de la galería, con su lento y perpetuo movimiento circular, igual que su susurro, que uno se inclina a escuchar reverencialmente, como si en él estuvieran encerradas las respuestas a todos los enigmas del universo. La forma misma del cono, su brillo, sus dimensiones, su desplazamiento leve y uniforme, son los de un objeto monumental y sagrado que parece anunciar una revelación definitiva, capaz de terminar con todas las incertidumbres de este mundo. El cono en realidad escanea el espacio y devuelve como sonido ese registro de los cuerpos en la sala. Anteriormente estuvo emplazado en un río en el Chaco, en el monte, y en el estanque de un palacio en Portugal. Esta es la primera vez que se muestra en Buenos Aires, en un espacio interior. Como antes en el monte chaqueño, la obra hace un relevamiento sonoro del espacio de la sala, visibilizando la dimensión acústica del entorno.
Otra de las obras centrales de la muestra es Teleféricos, esculturas con parlantes que se deslizan verticalmente sobre rieles y son un homenaje al compositor norteamericano y artista sonoro Alvin Lucier y a su obra Sitting in the Room: la grabación de un poema y su reproducción en la que desaparece la fuente sonora y quedan solo sus resonancias espaciales, algo que Sorrentino considera “un proceso mágico del espacio”.
El siguiente núcleo de la muestra es la sala que ocupan las Mancuspias, un ensamble de esculturas sonoras que toman su nombre de las criaturas imaginarias de cuatro patas que aparecen en el cuento Cefalea, de Julio Cortázar. Las mancuspias de Sorrentino son esculturas sonoras, híbridas como los fabulosos animales cortazarianos: no son del todo muebles, no son del todo instrumentos musicales, no son del todo esculturas, y son todo eso al mismo tiempo. Todas las obras de esta serie tienen en común que contienen una pieza de herrería, una cincha, una plomada, una prensa... Sorrentino las hizo en pandemia, encerrado en su taller, con materiales que iba encontrando en la calle o que le regalaron sus amigos. “Esta -explica- está hecha con pedazos de un piano que me regaló un amigo. Las maderas reviven el recuerdo de sus anteriores usos... En esta, que fue hecha con la madera de un árbol, se escucha el canto de pájaros. En esta otra, hecha con un tronco que estuvo mucho tiempo sumergido, se escuchan sonidos del Río de la Plata. Cada escultura revive sonoramente el recuerdo de la madera”.
En la siguiente sala se exhibe Quebrachos. El residuo de la trama, una instalación en la que unos mecanismos arrastran verticalmente sobre la pared dos troncos quemados de quebracho que van dejando su huella irregular y azarosa en el blanco de la pared, como una carbonilla. El artista exhibe en otra pared de la misma sala dos de los dibujos resultantes de ese mecanismo, dispuestos en forma horizontal, que pueden ser leídos como vagos paisajes pampeanos, como grafías abstractas o como partituras musicales.
La última obra de la muestra de Sorrentino, tan sencilla como poética, es uno de sus cuadros sonoros. Una tela blanca sobre un bastidor cuadrado en cuyo centro hay un pequeño parlante negro y redondo en el que se puede escuchar la descripción grabada del cuadro ausente hecha por un espectador. En esa serie, Sorrentino pide a un espectador que describa una pintura que pone frente a sus ojos, graba sus palabras y, así, recrea sonoramente la pintura que finalmente, uno “ve” a través de ese relato.