Prólogo para Exposición en Galería MAMAN, año 2000.
Los ríos y los tiempos…, a mis padres, a mis hijos, con profundo agradecimiento.
“No es posible entrar dos veces en el mismo rio”.
“Este mundo, el mismo para todos, no lo hizo ninguno de los dioses ni ninguno de los hombres, sino que siempre fue, es y será fuego siempre vivo, que se enciende según medida y se apaga según medida.”
Heráclito. De la naturaleza. Éfeso, siglo V a.C.
“Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y el mapa del superior…”
Jorge Luis Borges. El Aleph. Buenos Aires, 1957.
En la presente ocasión, Isabel de Laborde aplica su apasionado modo de hacer y percibir, al diseño de imágenes que celebran, de un modo u otro, el inaprensible impulso de lo vital. La fuerza de la naturaleza se manifiesta en paisajes, que reiteran sus amorosas visiones patagónicas. Pero, si bien el motivo inspirador tiene origen en aquellos “Paisajes del silencio”, en aquellas desoladas extensiones, ahora montañas, páramos, bosques y ríos, dejan de constituir un escenario fantasmagórico que inclina a oscuros presentimientos. En su lugar, una torrentosa energía y doradas claridades impregnan sus pinturas, estucos y tintas.
Tanto la planimetría como la homogeneidad del soporte se ven perturbadas –de la misma manera que la geografía del sur argentino- ya por el meandroso diseño de un rio, ya por la peñascosa textura de un volcán o también por la empinada linealidad de un talud. Cada accidente se resuelve con el destello de la materia sobre un campo de serenas opacidades. Así, la fluidez de los cursos de agua es representada por tonalidades verde-azules, aplicadas en superpuestas transparencias, o por azarosas salpicaduras que resultan de entintados dispersos por fuertes chorros de agua. La montaña, la roca y la pendiente vibran en el grafismo inquieto, el color brillante o los resplandores del oro, que impresionan las yermas superficies ocres de las pinturas o las blanquecinas de los papeles y los estucos.
La representación de lo vital también se replica en la constitución de otros universos. En ocasiones ofrecen una visión microcósmica en lo que semeja ser un sistema de circulación sanguínea. El rojo del bol, que sirve de base preparatoria para las tablas doradas o estucadas, es recuperado lacerando las superficies que, como delicadas epidermis, apenas ofrecen resistencia a los procedimientos, por medio de los cuales, la artista devela arbóreos sistemas arteriales y estigmatizada “carne viva”. Ríos y venas parecen converger para hacer posible con su circulación, los ciclos de la subsistencia.
Interceptando esta cartografía de paisajes exteriores e interiores, aparece el mundo de las creaciones del hombre. Su ciencia y su arte emergen en transcripciones de antiguos diagramas geométricos, mandálicas partituras musicales o en la faz del poema bifronte de Borges, Anverso – Reverso. En ese texto, quienes están más acostumbrados a buscar significados en la palabra que en la imagen, encontraran la clave del estado espiritual de la artista, al realizar estas obras. Laborde, con nostálgico regocijo, enfrenta el sobrecogimiento que le provoca el espectáculo de la vida. Lo convierte en una materia pictórica que encarna su esplendor, tanto el de la naturaleza que se ofrece a los ojos, como aquel que, oculto, palpita epidermis adentro.
Luego todo será particularizar algunos símbolos: corrientes de agua y sangre, que en tanto fluyen, garantizan el sostenimiento de la vida y dan testimonio de la naturaleza cambiante de toda sustancia. No es difícil asociar las tramas que animan aquellas corrientes con las texturas emplumadas que ornamentan las representaciones de Quetzacóatl. Compuestas por toques lineales de distintos colores, evocan a la divinidad de la antigua mitología mesoamericana que encarna el ciclo de la fertilidad de la tierra, de la muerte y la resurrección. Igualmente, las estructuras en forma de ramas doradas, parecen aludir al árbol de la vida que acompaña las representaciones del dios azteca de la lluvia, Tláloc.
Estos detalles reflejan elementos de la cultura mexicana, tradición a la que, por su origen, la artista no puede sustraerse. Con el mismo sentido incluye volcanes y matiza las vertientes de agua con lo que parecen ser ríos de sulfurosa lava, hallando en esta instancia, la intersección entre la geología natal y los procesos tectónicos que convirtieran una tierra feraz en las áridas extensiones de la Patagonia. De la misma manera la técnica del estuco, aluden tanto al arte mexicano precolombino como al barroco colonial.
Cada obra tiene un aire de códice estratificadamente escrito por diversas civilizaciones. Como en los palimpsestos, donde se superponen textos de distinta procedencia y propósito, todos igualmente valiosos, todos igualmente reveladores, estas obras requieren un esfuerzo del lector para descubrir su verdadero secreto. Habrá que comprender que el desciframiento parcial y fragmentario que acabamos de realizar, no es más que un acercamiento parcial a otros posibles misterios, solo aprehensibles en la contemplación directa y simultánea de la maravillosa, caótica e incesante diversidad de la existencia.
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**Docente e Investigadora de la UBA
Miembro de la Asociación Argentina de Críticos de Arte y de la Asociación Internacional de Críticos de Arte.