Nota publicada online
Con la curaduría de Victoria Noorthoorn y Francisco Lemus el Museo Moderno despliega a lo largo de cuatro salas una exposición que reúne 300 obras que involucran sus 68 años de historia poniendo, además, a disposición del público, información de sus investigaciones.
La colosal exposición con la que ha inaugurado su programación anual el Museo Moderno conjuga varios enfoques de trabajo cuyos cursos se complementan entre sí y que permiten a sus visitantes, internarse en su historia de ya casi siete décadas. Por una parte, pone de relieve una parte importante de su patrimonio (que alcanza a la fecha 9000 obras) constituido por las adquisiciones efectuadas por quienes fueron sus directores, donaciones de coleccionistas y artistas y otras adquisiciones llevadas a cabo durante los últimos años. En segundo lugar, significa la puesta en práctica de la misión que se ha propuesto desarrollar la institución para el presente año: “Arte es educación” con el fin de afirmar su carácter público y facilitar la transmisión y circulación del conocimiento producido por sus equipos de investigación a lo largo de su historia. Por último, y en relación a este último aspecto, gracias a la transformación digital ha ampliado la disposición de códigos QR en las salas tanto como solución museológica como para enriquecer las narrativas expositivas además de resultar una técnica de visualización en profundidad de datos relacionados con las obras expuestas. El diseño estuvo a cargo de Daniela Thomas, Felipe Tassara e Iván Rosler.
De las cuatro salas que ocupa la exposición, tres se encuentran en el primer piso y una en el segundo. En la sala C se han dispuesto obras que podrían considerarse como las más contemporáneas y en ella actúan como anfitriones los 13 trajes creados para los desfiles de Sergio de Loof. Se destacan también Sally´s 2022, obra del marplatense Daniel Basso, una pintura de gran tamaño del 2006 de Sergio Avello, esculturas de Luis Terán y de Elba Bairon, pinturas recientes de Valentina Liernur, un sugestivo díptico de Alfredo Prior y el caustico, y no por ello inoportuno, cuero intervenido Rebelión en la granja del arte (2014) de Laura Códega.
A pocos metros de allí se hallan intercomunicadas las salas E y F que albergan la mayor cantidad de piezas expuestas. La primera se halla dividida en secciones que abordan los diferentes movimientos del arte moderno del siglo XX (fundamento constitutivo del museo), la transformación producida en las disciplinas artísticas, tanto materiales como temáticas y la estetización de lo cotidiano derivada de la cultura de masas en la década del sesenta. Representantes del arte generativo, del arte concreto, y del arte abstracto autóctonos conviven con obras de artistas extranjeros como Georges Vantongerloo que ejercieron una notable influencia en nuestro medio. Un espacio central ocupa la escultura, donde conviven piezas de Elio Iommi y de Sesostris Vitullo con las simbólicas estructuras metálicas de Julián Pedro Althabe entre las que se distingue La energía humana (1960). Lugar destacado asimismo ocupa GMT (1968), un hipnótico acrílico de Carlos Silva.
En otras subdivisiones es posible encontrar una pintura-collage de Alberto Heredia de 1974 en continuidad con los artistas de la Nueva figuración, las fulguraciones pop de Edgardo Gimenez, Martha Peluffo, Oscar Smoje o inclusive de Nicolás García Uriburu, entre otros, que tan imbricados estuvieron con el color de la urbanidad de Buenos Aires durante parte de los sesenta. Se incluye oportunamente también el diseño representado por el Sillón rolo (1970) de Reinaldo Leiro y Arnoldo Gaite o el Sillón (1954) de Suzi Aczel. La levedad de las Esferas suspendidas (1967) de poliuretano de Noemí Escandell, en cambio, pueden entenderse como contraste y nexo oportuno con las obras de la sala adyacente.
La Sala F tiene dos accesos. Si se opta por la que comunica con la anterior, las estructuras primarias marcarán su coherencia. Se trata de obras que se fundamentan en formas geométricas elementales y que tuvieron a artistas de distintos centros del país como protagonistas, además de proyectarse junto con las expresiones del arte cinético y óptico a nivel internacional. Un espacio privilegiado ocupa aquí Coordenadas espaciales de un prisma de arte (1967) del santafesino Juan Pablo Renzi, un cubo compuesto solo por sus oscuras aristas de hierro. Otra posibilidad de recorrido la inauguran obras de gran densidad política representadas por los collages de León Ferrari, obra gráfica de Alberto Vigo, los diseños de Horacio Zabala, las fotoperformances de Luis Pazos, las expresivas xilografías de Pompeyo Audivert o la contundencia de las formas del óleo Desocupados de Ricardo Carpani, cuya no datación temporal parece señalar los infortunios recurrentes de nuestra historia. También se hacen presentes los Amordazamientos de Alberto Heredia, (artista que ha donado al museo cientos de obras, su archivo y su casa taller), obras de los informalistas como Gran pintura negra de Kenneth Kemble (1960), Pintura hombre (1960) de Alberto Greco y el más reñido con categorizaciones Integralismo Bio Cosmos nº1 de Emilio Renart.
Si bien Moderno y Metamoderno no se propone como una exhibición de estricto desarrollo cronológico, su concepción se muestra apropiada y compacta al respecto, reservando sí, para la Sala H, cierto eclecticismo al hacer confluir obras de disimiles artistas pero que tienen en común la monumentalidad y la mirada crítica acerca de problemas que han ganado espacio en la agenda actual como el colonialismo, el racismo, la violencia de género o el creciente uso de tecnologías de vigilancia. En consecuencia, a Garimpo (2009), paisaje en carbonilla de Matías Duville que alude a la explotación minera ilegal se lo puede entender en consonancia tanto con Idle (2020), acrílico de seis partes intervenido con crayones de Washington Cucurto, perteneciente a la serie George Floyd, como con las cadenas que prevalecen en Carillón (2021) de Martín Legón o con la mítica instalación El dorado (1991) de Liliana Maresca. Por otra parte, M.A.D 800038 (2005) de Gabriel Valansi se vale de dispositivos pertenecientes a la industria bélico-securitista para advertir sobre su creciente manipulación y siniestros excesos, en tanto que Mujeres de Ciudad Juarez (2010) o El teniente (2018) de Ana Gallardo rescatan con sobriedad la memoria de mujeres latinoamericanas sometidas a acontecimientos de extrema violencia. A diferencia de Gallardo, la materia del cuerpo que se presenta en la obra de Nicanor Araoz se exhibe seccionado, conmocionado en transición hacia lo indiscernible conformando en el espacio una suerte de escenografía.
Esta propuesta del Museo Moderno es de largo aliento en varios sentidos. La extensión del circuito merece una inversión de tiempo considerable y se recomienda transitarlo en más de una oportunidad. Al contrario de lo que podría suponerse, la experiencia no resulta abrumadora sino estimulante, ya que se pone en valor un patrimonio único e incomparable. El acercamiento al público de contenidos, gracias a herramientas tecnológicas, se asimila a la idea de red o de hipervínculos ya adoptados en el día a día por casi todos. No obstante, su disposición en las salas puede resultar poco práctica o dificultosa para cierto público. Algo que, sin dudas, se optimizará gracias a las sugerencias de los usuarios y la atención puesta por los responsables del museo.