Nota publicada online
El artista presenta en dos salas oscuras su muestra La eternidad de la noche: dos esculturas, una serigrafía y cinco cuadros de vidrio estrellado a martillazos donde se cruzan lo sagrado, la violencia y el infinito.
A La eternidad de la noche uno ingresa despacio, reverencialmente. Con la vacilación y el respeto con que se cruza un límite hacia otra realidad. Como se entra en una imponente catedral, en un quirófano, en una exposición de arte. Las dos pequeñas salas de la galería Ruth Benzacar donde se exhibe la muestra de Miguel Rothschild (Buenos Aires, 1963, residente en Berlín desde hace más de tres décadas) no tienen el blanco deslumbrante de un quirófano ni la luz divina que parece entrar por las ventanas de las iglesias. No tienen la altura de una catedral, pero pese a su tamaño reducido parecen tener una profundidad sin fin. Las paredes están tapizadas de negro, lo mismo que el suelo que, para preservar inmaculado, los visitantes pisan calzándose antes de entrar unas coberturas de tela sobre los zapatos similares a las que usan los cirujanos.
La luz de las dos salas es tenue pero suficiente para que se dibujen en el centro de cada una las aristas brillantes de dos esculturas donde se unen los triángulos de cristal que las componen: La eternidad de la noche 1 y 2. La primera es la aguja de una catedral gótica que se eleva en lo oscuro. La segunda, también eclesiástica aunque menos precisa, una cúpula geodésica parecida a las creadas por el arquitecto Richard Buckminster Fuller. Ambas están formadas por triángulos de vidrio, figura geométrica tomada por diversas religiones metafóricamente como representación de la divinidad. Los triángulos están estrellados por leves martillazos que Rothschild pegó en el vidrio y esas heridas en el material -evocadoras quizá de las del Cristo en la cruz- producen brillos y reflejos que salpican el suelo, las paredes y el vidrio mismo. La aguja y la cúpula se elevan en el espacio, pero también producen en su base la sensación de un abismo oscuro y sin fondo donde todo se sumerge. Como el Paraíso y el Infierno, la elevación y el abismo se unen en estas dos obras en una dualidad que es ominpresente en la muestra.
“Usé el triángulo -explica el artista- porque es como de geometría perfecta, con esta cuestión del más allá, espiritual ya desde Pitágoras, las matemáticas... Quise usar siempre el triángulo para formar las dos figuras, el triángulo que puede vincularse con la Divina Trinidad pero también con una religiosidad no específica, sino del más allá, de una inmensidad inexplicable, de esas preguntas que se hacen todas las religiones y el hombre en general”.
En las paredes, alrededor de esas dos esculturas de connotación sacra, se exhiben una serigrafía y otras cinco obras. La serigrafía es la imagen de un cielo estrellado en negativo: un cielo blanco con estrellas negras sobre una tela reflectora de las que usan en sus chalecos los ciclistas, con vidrio molido que la vuelve inestable y con puntitos brillantes.
Como en las esculturas tachonadas a martillazos, la violencia que evoca los tormentos y martirios vuelve a aparecer en las otras cinco obras con formato de cuadros que completan la muestra en las paredes. Son fotos de cielos nocturnos sobre las que el artista colocó vidrios de seguridad en los que dibujó con cortavidrios dibujos de rosetas y cúpulas de varias iglesias y monasterios europeos. Rothschild dibuja con el cortavidrios y luego golpea el vidrio del otro lado con un martillo para que se quiebre por las líneas marcadas, de forma que los reflejos unan algunas estrellas de la foto de abajo como si fueran constelaciones imaginarias. El punto de vista del espectador es entonces el de alguien que mira desde abajo la bóveda de la iglesia, que es una representación del cielo, de lo divino.
"La eternidad de la noche" puede visitarse hasta el 3 de marzo, de martes a sábados de 14 a 19 en la galería Benzacar, Juan Ramírez de Velasco 1287. Gratis.