Nota publicada online
Al regresar de México uno puede tener, al menos, dos convicciones: una, que es un país que mira al Primer Mundo, no obstante sus gravísimos problemas -del narcotráfico y la inseguridad en adelante- y sus flagrantes postergaciones sociales. La otra convicción es que México ha cambiado sus íconos.
Emiliano Zapata y Benito Juárez, junto con otros héroes de la revolución, continúan siendo reverenciados en el colosal Panteón Nacional. Todavía puede oírse tibiamente el nombre de la Doña (María Félix) y de Cantinflas (Mario Moreno), pero atrás, muy atrás, quedaron los legendarios Armendáriz y Negrete, por ejemplo. Quizá algo parecido ocurre con Diego Rivera, aquél portentoso que graficó todita la historia mexicana. Y con Orozco, Siqueiros y aún Tamayo, a quienes se defienden y respetan pero sin grandes gestos de elocuencia.
Frida Kahlo es, en cambio, un ícono que se impone. Popularmente, las mujeres se peinan, se maquillan y se visten a la manera de; y no es extraño que hasta el bozo registre e integre en los rostros dicha admiración plena- La artista minusválida está en millares de recreaciones: telas, cerámicas, posters. Y sus ramos de calas equivalen a una romántica celebración de ritual.
La kahlomanía no emerge del año pasado, en que se recordó a gran escala (término que les cabe como guante a la mano a los mexicanos) el centenario del nacimiento de la artista. Frida es grande desde mucho antes.
Curiosamente, el parámetro estético de esta artista fue la fotografía. Su padre retrataba personas; rebelde, a su lado optó por retratar la vida.
Y así como los toltecas escriben sobre sus cuerpos los signos ceremoniales y los indígenas de Virginia pintaban las ruedas de sesenta años divididas en sesenta radios como todos los acontecimientos de ese tiempo transcurrido (los sagtoopon ), así Kahlo inscribió sobre su piel heridas y memorias de cada día. Y en cada autorretrato aparecieron, jubilosas en el dolor y como partes de sus ceremonias domésticas, los sesenta minutos de cada hora.
André Breton calificó su obra de surrealista y así quedó para la historia del arte. A ella, el bautizo la convenció al comienzo, pero a poco se dio cuenta que nada de lo suyo era sueño. Nunca pinté mis sueños. Pinté siempre mi propia realidad. Pero la historia siguió creyendo que todo ello era inventado. Y Frida Kahlo continúa siendo surrealista para el mundo.
Hay en toda su obra un sincretismo que conmueve. La tierra, lo popular en su más desnuda y candorosa formulación. Y lo otro: la intelectualización de los estados y de las pasiones; lo racional y a veces esquematizado de las ideologías.
El Museo Frida Kahlo, a partir de 1958, es un santuario al que llegan los que ansían ser bendecidos por Kahlo. El mito crece. El mito deforma. El mito semioculta la obra y pone en trance a su autora. Todo está preparado para el ritual. Cada visitante es un sacerdote. Y los peregrinajes no cesan.
Sólo tres muestras en vida bastaron para que su obra accediera a una inmortalidad profana. New York, París, México. Esta última, a un año de su muerte, fue seguramente el sello que su pintura requería para alcanzar ese estado singular y único que sólo el pueblo puede dar en sus voces. En sus proclamas.
Hospital Henry Ford (1932) es una de sus pinturas más crueles y bellas: la que denuncia la esterilidad de su vientre. Pero hay otros retratos igualmente filosos como puñal: Las dos Fridas (1939) y Sin esperanza (1945). En cada caso, por sobre lo autorreferencial, impacta ese sentido de vida/muerte que logra insuflar con sus pinceles. Con altura de canto; pero también, y en qué medida, con agudeza de alarido.
Rivera está en su sangre. Ella está en la sangre de Rivera. La vida los ha fundido en un ser bifronte. El arte piensa en el latido de cada uno: inconfundiblemente diferente, pero salido de un mismo fruto raigal.
Actuó en su propio e intransferible escenario. Se vistió apropiadamente para cada celebración familiar. Fue fiel a las convicciones, comenzando por componer su personaje.
Sin cálculos, pero sin ceder a lo que, en su conciencia, le cabía exigir y recibir por su talento.
El siglo XXI la ubica como una artista singular, que contemporaliza un ser y un estar americano. Su obra la acompaña y quizá es su sombra. Ella se yergue, mayestática, como un símbolo irredento de su México amado.
El 2008 fue año de su centenario, aunque ella, para ser fiel a la Revolución Mexicana y al comienzo del México moderno, aseguraba siempre que había nacido en 1910. Su sentido de la independencia la marcaba hasta en las últimas decisiones. Molesta del creciente americanismo que podía opacar los soles de su mexicanidad absoluta.