Nota publicada online
Muestra antológica curada por Adriana Almada en el Espacio de Arte de Fundación Osde
Una muestra antológica se organiza sobre la invisible malla de la memoria. (Al mínimo roce la red entera tiembla). Una muestra antológica es la escenificación de un largo viaje: los episodios selectos de una travesía. Es un rodeo exquisito, demorado en estancias y derivas del trayecto. Es el trazado personal de un horizonte: una escritura.
Pero una muestra antológica es también la ocasión de mostrar el “fuera de obra”, aquello que permanece oculto tras la aparición de la obra terminada: las fuerzas en tensión que gestaron su alumbramiento, el bâti que la sostiene, los espacios de silencio que estructuran el discurso. (El pasaje imperceptible de una forma a otra en un veloz juego de manos).
Matilde Marín vuelve la mirada sobre el camino recorrido: más que un trayecto, es un espacio dilatado que se expande en todos los sentidos. Esta muestra no sigue un diagrama cronológico sino un esquema de puntos radiantes; está configurada en zonas que se vinculan mediante flujos de sentido insumisos a cualquier ordenamiento temporal.
“Todo me ha sido dado en los viajes”, dice Marín. Ellos han sido su fuente de conocimiento y han configurado su visión del mundo y de la existencia, han nutrido su vida y su obra, y las han constituido. En su vocación de límite, se ha dirigido siempre al Finisterre. Navega hacia él con instrumental afinado y refinado. Explora intensidades, calibra emociones, ajusta matices, busca el instante en que “una pluma sobre uno de los platillos inclina la balanza”, como dice Virginia Woolf. Con delicadeza extrema, pero también con audacia, escribe con el cuerpo, el suyo y el ajeno, el que puede tocar y el que puede presentir.
Matilde Marín opera en base a códigos culturales compartidos. Por eso en sus investigaciones no hay casuística; y aunque a veces, muy pocas, apele al relato de corte etnográfico, la narración recogida termina siempre transformada en símbolo.
Colección de luces
En la historia de la humanidad hay muchos elementos que remiten al viaje, pero solo unos pocos han concentrado tanta potencia de significación como el faro. Erguido en el límite de mar y tierra, el faro es un cuerpo fálico. Su luz intermitente y poderosa -hasta el siglo XVIII alimentada por hogueras- ha sido la señal inequívoca que marcaba el fin del camino, aliviaba los pesares del naufragio o atizaba el deseo de nuevas aventuras. Su figura devino símbolo de ilustración, ideal, conocimiento. Sin embargo, hoy los faros parpadean, moribundos, frente al avance del GPS y demás dispositivos de localización. Es el fin de una era y Marín ha querido registrar este pasaje. Así nació Proyecto Pharus (2005-2011). Como suele ocurrir, no fue en principio una acción deliberada. Durante sus viajes Matilde Marín fue detectando faros hasta completar una colección que se tradujo en una serie fotográfica en blanco y negro, ocasionalmente intervenida con color por medios digitales. Son doce faros, algunos de ellos míticos y otros emblemáticos, ya sea por su historia o sus características arquitectónicas. Entre ellos, el de Alejandría y el de la Isla de Hércules, en La Coruña.
Dos vídeos se desprenden directamente de esta indagación. El más reciente, Atlántico Sur (2012), fue filmado en San Juan de Salvamento, Isla de los Estados, extremo sur de Argentina, y muestra el faro desde lejos, en pleno día. Su luz es apenas un latido sobre un fondo de nubes inmóviles y el permanente rugido de las olas. La cámara se desplaza lentamente, contraviniendo los tiempos del reloj. La noche se acerca y el camino circular de la luz se devela. Éste fue el faro que inspiró a Julio Verne su obra El faro del fin del mundo. El otro video, No demasiado lejos (2005), fue filmado en Cabo Vírgenes, donde los océanos Atlántico y Pacífico chocan. Aquí el ojo se sitúa en el centro del faro y desde allí ordena el curso de la mirada y el trayecto de la luz.
Al iniciar su proyecto, Marín apeló a la etimología de la antigua palabra griega Pharus: “La luz que guía el destino de los hombres”. No es de extrañar entonces que asociara el concepto con la expresión inglesa utilizada para denominar el faro: Lighthouse, literalmente “la casa de la luz”. Y con la obra de Virginia Woolf, Al faro (To the lighthouse), algunos de cuyos fragmentos son frecuentemente citados por Marín como recurso expositivo, acompañando la serie.
El faro es, para Woolf, destino inquietante, sitio una y otra vez mentado por la fantasía, punto inalcanzable. Quizás también lo sea para Marín, pero en ella parece primar la imagen del faro como ordenador de mundos, como monumental instrumento que administra claridades y tinieblas.
De diásporas y exilios
Durante muchos años, y a manera de hoja de ruta, Matilde Marín cumplió un ritual en cada viaje: fotografiaba la sombra de su cuerpo sobre el lugar al que llegaba. Interesante manera de dar testimonio mediante el recurso de la falta: se reconocía a sí misma en ese hueco oscuro definido por un contorno de silencio, en esa forma sumaria que resumía aconteceres e ilusiones y que hablaba ya de una diáspora. No necesariamente la suya, sino la de tantos millones que a partir de entonces protagonizaron desplazamientos masivos a uno y otro lado del planeta. Eran los años 90, cuando el debate sobre la identidad y los estudios poscoloniales dominaban la escena del arte y las políticas de la globalización desplegaban sus artificios inaugurales. Las imágenes se repitieron hasta conformar una grafía, un diagrama de ausencias sobre un fondo siempre cambiante: así nació Itinerarios, una suite de 46 fotografías realizadas entre 1993 y 2001 y que, ese último año, obtuvo el Gran Premio de la VII Bienal Internacional de Cuenca, Ecuador. Las dimensiones del conjunto se amplían o contraen según las necesidades de exhibición, como un organismo vivo que se adapta a nuevos hábitats.
El manto de Próspero (1996-2013) también alude a un viaje, pero aquí se trata de un viaje signado por contratiempos y condenado al naufragio: es el viaje del exilio, del cual el protagonista principal -en La tempestad, de Shakespeare- emerge dispuesto no sólo a sobrevivir sino a torcer en su favor las fuerzas del destino. Para ello, se vale de un dispositivo mágico: un manto que le confiere invisibilidad y, con ella, poderes especiales que cultiva hasta dominarlos con maestría. Escapar a la vista de los demás y al mismo tiempo verlo todo es atributo de los dioses. Cumplido su plan -restituido el orden perdido y asegurada la felicidad de su hija-, Próspero abandona su manto. Éste, privado ya de sus facultades, es simbólicamente recuperado por Matilde Marín: en sus manos se revela potente y delicado, rojo de pasión en su cuerpo ligero -hecho de escamas de tiempo que reaccionan al mínimo estímulo-, capaz de conjurar calamidades cósmicas y pasiones individuales, no ya por arte de magia sino en virtud de su extrema belleza. Podríamos decir que Itinerarios es también un manto, pero hecho de sombras que perforan la imagen, así como el de Próspero exhibe perforaciones en su frágil materia.
El vídeo Travesía (2002) dibuja igualmente el horizonte del exilio: un par de ojos en blanco y negro y la expresión lacónica del desconcierto, del miedo, del asombro. Son ojos de mujer que buscan un sitio donde posar la mirada y acaso reiniciar la vida. Son ojos niños, más tarde adultos y luego definitivamente viejos, que a lo largo de cinco minutos nos interpelan con insoportable mansedumbre. Son los ojos multiplicados de tantos desplazados, refugiados, migrantes ilegales; son los ojos de todos aquellos que saben que:
El pasaporte es la parte más noble del hombre. Y no es tan fácil de fabricar como un hombre. Un ser humano puede fabricarse en cualquier parte, de la manera más irresponsable y sin ninguna razón sensata; un pasaporte, jamás.
Recomposición de hallazgos
Motivada por la crisis social y económica del año 2001 en Argentina –que se vivió con particular crudeza en la ciudad de Buenos Aires- Matilde Marín realizó Bricolage contemporáneo, una video-performance que derivó en una de sus suites fotográficas más conocidas. En esta obra Marín apela al simulacro para recrear el acto humano primordial: la recolección; es decir, la búsqueda de los elementos básicos para la subsistencia. En la teatralización procede a la recomposición de los hallazgos y los eleva al nivel de símbolo: el pan y los peces pueden acaso multiplicarse en las manos de la artista, como si ellas dieran amparo a un mundo anegado en conflictos y miserias. Restos de carne, verduras, cartones, papeles, piolines, ramas, piedras, cintas de embalaje, bolsas: universo urbano en tiempos de privación. Las imágenes, de una estetización exacerbada, sacuden al espectador precisamente por su alejamiento de toda representación documental. A estas muestras de precariedad se suma la liviandad de cualquier promesa: la perfecta, inmaterial, pompa de jabón. Esta última imagen se conecta con una vídeo-performance que no está en exposición, El día de Karina (2005): la historia de una vendedora ambulante que ofrece en las calles dispositivos para fabricar pompas de jabón. Aquí la marginalidad no es vista desde afuera, como registro social, sino desde la vulnerabilidad esperanzada de un ser humano. No es raro que sea justamente una mujer la que exponga con delicadeza el frágil momento de ilusión en medio del caos. La burbuja: esa membrana ultrafina que separa el aire del aire. La tensión del límite: el mundo presto a romperse en cualquier instante, esa fracción minúscula de tiempo entre lo que está en pie y lo que se derrumba.
Travesía from Matilde Marín on Vimeo.
Fijar el humo
Fijar el humo es detener el curso de la historia: hacer de todas las hogueras una. Así como Bertolt Brecht extraía de los periódicos los mapas y escenas del teatro de la guerra durante la segunda conflagración mundial y los montaba en su Arbeits journal (Diario de trabajo), o como mucho antes Aby Warburg, con su Atlas Mnemosyne, invitó a una re-lectura de la civilización europea a partir de la asociación libre de imágenes, Matilde Marín recortó y reunió, entre 2005 y 2011, cientos de fotografías de humo aparecidas en la prensa, con sus respectivas leyendas. Basta leerlas para tener una visión global de nuestro tiempo convulso: explosiones en campos de refugiados tras ataques extremistas; lanzamiento de misiles de corto y mediano alcance en Medio Oriente, pero también de transbordadores y sondas espaciales en Cabo Cañaveral y Tanegashima; industrias contaminantes; erupción de volcanes y lluvia de cenizas en la Patagonia, Islandia, Tonga o Italia; inmensos lagos de petróleo cubriendo Kuwait tras la Guerra del Golfo; quema de neumáticos en manifestaciones y represiones violentas en Tarija, Buenos Aires, París, Karachi, Nairobi, Estrasburgo, Punta Arenas o Beirut; ataques a yacimientos de petróleo en Libia; vista aérea de la planta energética austríaca de Neurath; quema de chabolas en asentamientos de Johannesburgo tras manifestaciones xenófobas; choque de palestinos con el ejército israelí en Jerusalén oriental; quemas controladas de crudo en el golfo de México; automóviles en llamas en las calles de Nanterre durante las protestas estudiantiles; bombas de humo en las marchas obreras en Marsella; represión a sangre y fuego de la mayor revuelta saharaui en Marruecos; columnas de humo en zonas atacadas por Corea del Norte; fuego frente al Parlamento de Londres; incendio en depósito de autos en Villa Soldati durante manifestaciones; el Carnaval de Río amenazado por las llamas; bombardeos sobre Libia; fuego en Trípoli, Benghasi y Bin Yauad; nubes de humo blanco en Yamadamachi; alerta en Chile por gases tóxicos... A la lista interminable se suman algunas efemérides: el humo negro del ataque japonés a Pearl Harbor en 1941; un fotograma de La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontecorvo; la explosión nuclear en el atolón de Mururoa, Polinesia francesa, en 1971; nuevamente el humo negro, esta vez saliendo del palacio presidencial de La Moneda durante el golpe de Estado de 1973; las Torres Gemelas envueltas en llamas poco después del impacto del segundo avión, aquel inolvidable 11 de septiembre de 2001.
El humo suele ser la rúbrica de una catástrofe, como lo testimonian las cuatro fotografías escamoteadas a la censura (y al olvido) por los desesperados judíos del Sonderkommando en Auschwitz. El humo devino emblema del Holocausto.
Los epigramas cambian pero el humo permanece. En esta exposición Marín resume los documentos recopilados en una sola proyección fija: una monumental columna de humo negro que domina parte de la sala. Sus contornos definidos, y sin embargo lábiles, condensan los temores y amenazas de todo un siglo. Muy cerca, otros humos -más recientes- se muestran en movimiento y confirman, aquí también, el fin de una era: la espectacular implosión del Edificio 53 de Kodak, acontecida el 18 de julio de 2015 en Kodak Park (Rochester, Estados Unidos), donde se encontraba la cadena de fabricación de la base de acetato de la película fotográfica. Es un vídeo documental que registra paso a paso, desde una toma aérea, el ritmo de la demolición programada: los tiempos medidos, la caída controlada de los grandes volúmenes, la alternancia de las humaredas, la trágica belleza de la destrucción.
Brevemente: la historia en términos de estallido, como diría Didi-Huberman.
Las otras sintaxis
La práctica de recorte y montaje es familiar a Matilde Marín, quien interviene imágenes para enriquecer o alterar las notas de lo real, o bien sacude la trama hasta encontrar los patrones ideales que subyacen a todas las cosas, como sucede en El viaje imaginario de Kazimir Malevich (2015), edición de artista que despliega textos y una serie de fotografías manipuladas digitalmente: una reivindicación del artilugio en pos de una verdad mayor (la del arte). ¿Acaso no es esto lo que pretendía el creador del cuadrado negro sobre fondo blanco? En Marín, las formas puras del círculo y el cuadrado aparecen ya en Libro de artista (2003) –vídeo incluido en esta muestra-, en el que cobran especial importancia el gesto corporal y el sonido de la escritura.
Juego de manos (2000), por su parte, traza una grafía efímera de tensiones y silencios. Rodeadas de penumbra, las manos de Marín ejecutan variados movimientos, generando diversas figuras geométricas que cambian constantemente. En esta muestra la artista expone la serie fotográfica resultante de esa performance. Lenguaje universal, pasatiempo, terapia... Marín parece evocar a Pessoa:
enrollar el mundo alrededor de nuestros dedos,
como un hilo o una cinta
con la que jugase una mujer que sueña en la ventana
Esa misma mujer, Matilde, aparece frente al espejo y abre otra ventana, más pequeña, que muestra el paisaje de los ojos para adentro (Self Portrait, 2015).
He dejado para el final la pieza más temprana de la muestra: Tierra prometida (1996). En el trayecto artístico de Matilde Marín esta obra marca el tránsito de la bidimensionalidad del grabado a las prácticas transdisciplinarias. Es un vuelco. La materia, un grueso rollo de papel que exhibe incisiones y quemaduras, cobra cuerpo y se apropia del espacio: es una caracola que se envuelve y repliega para proteger algún secreto.
Sí, al principio y al final, la tierra prometida. ¿Es quizás ese rollo, en el centro de la sala, el símbolo del viaje circular que en algún momento todos emprendemos y acaso cumplimos? Todos somos Ulises regresando a Ítaca y esperamos ver el humo azul, ritual, disipar las negras humaredas de la historia. Todos tenemos anécdotas de usurpaciones y magia, de resarcimientos y privaciones, de tempestades provocadas y naturales. Si hay un orden, parece estar perdido y Matilde lo recupera apelando a las formas arquetípicas que desafían el deterioro y la corrupción: cuadrados negros y círculos blancos que intervienen el recuerdo de urbes agitadas, coleccionando luces que se extinguen, inventariando paisajes imposibles o celebrando lúdicamente la tenacidad del arte.
De distancias y aproximaciones
Una expresión clave podría aplicarse eficazmente a la poética de Matilde Marín: “acercamiento con reserva, separación con deseo” (nuevamente Didi-Huberman). En este juego de atracción y distancia se libra toda su estética y la artista toma posición frente al mundo (un mundo cruzado por la historia, por la actualidad y por su propia intimidad). Conocedora de los inmensos poderes de la reticencia, Matilde sabe, como Barthes, que la pequeña porción de piel que deja ver una camisa entreabierta puede encender el deseo más aún que la desnudez completa.
El cuerpo es presencia explícita pero discreta (Juego de manos, Bricolage contemporáneo, Libro de artista, Itinerarios, Autorretrato, Travesía), o inmanente (el manto que lo cubre, el faro que lo guía, el humo que lo afecta). Desde la visibilidad o el silencio, el cuerpo administra distancias y temporalidades. Finalmente, la historia de la humanidad podría reducirse a un juego de manos: golpes palaciegos, golpes de estado, golpes de puño, afanes de prestidigitación, trucos de supervivencia, o multiplicados gestos de amor y cuidado.
Matilde Marín, dispuesta a “registrar las formas del presente que serán otras en el futuro”, indaga el nuevo perfil del mundo. En esta muestra antológica ofrece tiempo desglosado (el suyo, el nuestro): el paso de la mirada panóptica a la era de la vigilancia satelital, el fin del soporte material de la imagen fotográfica, la desaparición violenta de sistemas y regímenes políticos, la insurgencia, la naturaleza agredida y agresora, la masiva diáspora que agita el planeta. Sin olvidar la fantasía, que persiste animando la vida y ordenando el caos, aunque sea solo por un instante.
* Escritora, crítica de arte, curadora independiente.
Vicepresidente de AICA Internacional y presidente de AICA Paraguay.