Nota publicada online
"Florecerán pájaros" reúne un conjunto de objetos realizados por la artista entre 1988 y 1994, poco antes de su muerte.
"Florecerán pájaros" es el hallazgo poético que titula la muestra de Liliana Maresca inaugurada hace días en la galería Vasari: una selección de objetos y esculturas producidas en los últimos años de la vida y de la producción de una artista potente y personalísima que fue clave y marcó con su furiosa aparición la efervescente escena cultural de los inicios de la democracia. Muy breve, muy intensa. Así fue la trayectoria artística de Liliana Maresca, cuya producción comienza a principios de los años 80 -más precisamente en 1982- y termina con su muerte en 1994, a los 43 años, víctima del sida. Le habían diagnosticado HIV positivo en 1987, cuando no llegaban al centenar quienes habían contraido la enfermedad en la Argentina.
Aunque su legitimación fue muy posterior, esos doce años fueron suficientes para que se convirtiera en un personaje insoslayable del arte argentino contemporáneo por su obra y también por la forma en que su figura se volvió central en los márgenes. En una vieja casa de la calle Estados Unidos, prácticamente de la nada, Maresca se convirtió en catalizadora de una actividad loca y febril que convocó nombres como Ezequiel Furgiuele, Graciela Pola, Enrique Symns, Alberto Laiseca, Marcia Schvartz, Marcos López, Jorge Gumier Maier, Martín Kovensky, Demián Borgarini y Alejandro Kuropatwa, entre muchos otros. En un pasaje de un texto que en parte relata esa historia, escribió María Gainza: “'Estados Unidos', como aún hoy llaman a la casa, era un reducto artístico que les daba lo que buscaban: pertenencia y al mismo tiempo, libertad. Las fiestas se dieron como la forma natural de volver a conectar con el mundo exterior. Era habitual volver ya entrada la madrugada y tener que ayudarse unos a otros a subir las escaleras mientras se chocaban a cada paso con las esculturas que colgaban por los pasillos de la casa, Tan abarrotado de objetos estaba el lugar que un día llegaron los del Censo y les preguntaron si eran un grupo Umbanda”.
En ese lugar que algunos compararon con la mítica The Factory de Warhol empezó a producir sus primeros objetos a partir de restos de cosas que otros desechaban en la calle y ella ensamblaba o intervenía para convertirlos en otra cosa. El resultado de ese reciclaje, de ese cirujeo por las calles de Buenos Aires no siempre era bello, pero casi siempre era revelador. “Maresca rescata materiales impuros, descartes de la vida cotidiana, incluso chatarra, y sobre ellos imprime una lectura del mundo, una interpretación. ¿No es eso lo que hacen los artistas?”, se pregunta Mauro Libertella en el texto que acompaña la muestra.
Más que gustar, Maresca buscaba incomodar con su arte. Más que belleza, buscaba molestar. Más que placer estético, buscaba convertir ideas sobre la realidad en objetos materiales. Su interés no era cómo producir objetos bellos y exhibibles sino, en sus propias palabras “hacer cosas que sean una patada en los huevos”. El siguiente párrafo suyo muestra hasta qué punto su compromiso con el arte iba mucho más allá de lo estético: “Si aceptás cierto tipo de reglas enmarcadas en el buen gusto (determinado, por otra parte, de modo arbitrario) darás por resultado los productos que configuran el arte oficial, el que la mayoría de la gente acepta gustoso porque le muestra el mundo del color rosa que quiere ver. Es posible que alguien prefiera una Venus ateniense esculpida en mármol a una pieza como las mías construidas con desechos, pero acá los escultores no tenemos acceso a esos materiales costosos para trabajar y sí tenemos, en cambio, basura, elementos de desecho, y un mínimo margen para transformarlos en otra cosa que muestre la realidad. Porque cuando el arte sale de su contexto deja de hacer evidente lo real y deja de cumplir, por consiguiente, con la función de modificarlo”.
En la muestra de Vasari, sin embargo, hay poesía, hay belleza y hasta cierta misteriosa majestuosidad en algunas de las obras. Por ejemplo, en “Séptimo escalón” (1991), pequeña pieza de madera enchapada en plomo y bronce que muestra una esfera y un cubo dorados -símbolos de lo celestial y lo terrenal- sobre una plataforma a la que conduce una escalinata. Nada, en esta obra, hace pensar en la artista que busca incomodar (“molestar, molestar, molestar”, en sus palabras). O en las rigurosas formas de “No todo lo que brilla es oro (Caja chica)”, de 1988, diez piezas de bronce bañado en oro y caja de roble. Es que todas las obras de la exhibición pertenecen a los últimos años de su producción, en la que sin traicionar ni un milímetro sus ideas sobre el arte, muestra una madurez debida en parte a su asistencia desde 1987 al taller de Horacio Cadenas, donde aprende a trabajar el metal, y al cambio que produce en su vida y su pensamiento un nuevo interés en la alquimia, la lectura de Carl Jung y un acercamiento a la meditación. Las obras de Maresca se vuelven más limpias, mejor terminadas, más atentas a la realización. No le basta ya que expresen sin más una idea general. Pero no abandona el humor, la ironía ni la mirada niña que le permite ver -y mostrar- las cosas de este mundo con asombro, como si fuera la primera vez, según observa con acierto el texto de Libertella. Para demostrarlo, allí están el Volkswagen escarabajo de juguete sobre un pedestal de madera, el perrito pintado o el Pinocho que la artista trajo de un viaje a Italia y emplazó sobre una base de yeso esmaltado, una de sus últimas obras, de 1994, que ahora mira hacia la calle Esmeralda desde la vidriera de Vasari.
Del 12 de abril al 12 de mayo de 2023 en Esmeralda 1357, lunes a viernes de 11 a 19, gratis.