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A los veinte años, Eduardo Jonquières, tomó un barco a Europa con su máquina de escribir y una valija con algunas cosas indispensables. De padre francés y amante de aquella cultura, viajó a Francia dispuesto a luchar contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Claro que, para enlistarse, tuvo que pasar por la revisión médica, y, es probable que no hubiera persona menos apta para estar en un campo de batalla que Eduardo Jonquières. “Él era asmático, tuberculoso, y tan poco deportista que no sabía subirse a una bici”, describe Alberto, el único hijo varón del matrimonio entre la grabadora María Rocchi y el pintor, escritor y soldado frustrado, Jonquières. Entonces, sin poder combatir en el ejército, se fue con el éxodo francés hacia el Sur del continente, escapando de los alemanes. Allí comenzó a escribir una serie de cartas a su madre y hermanas en donde reflejaba su escritura compulsiva, a través de las anécdotas en las que contaba las visitas a museos y el contacto personal con el arte europeo que siempre había estudiado en los libros. El intercambio epistolar concluyó cuando al joven Jonquières se le acabó el dinero y tuvo que regresar a Buenos Aires.
En el ámbito porteño, Eduardo Jonquières se desarrolló como un experto en educación en la UNESCO, en donde se encargó del Departamento de Educación de América Latina. Durante ese extenso período, trabajaba durante el día y pintaba y escribía por la noche. “Mi padre era un intelectual y sentía la necesidad de expresarse. Recuerdo el olor a trementina de mi casa en donde él pintaba con una disciplina férrea cada vez que volvía de trabajar”, expresa Alberto Jonquières.
Tanto los poemas, como las pinturas y dibujos -que se presentan hasta el 9 de septiembre en el Museo Eduardo Sívori-, significan hoy, un legado de los diferentes períodos del artista que, en sus primeras obras, hizo ensayos con la figuración heredera del novecento de pos guerra. También, en un período inicial, hizo exploraciones en el campo de la abstracción que luego se intensificaría con el paso del óleo al acrílico. Eduardo Jonquières, trabajó la geometría progresivamente hasta eliminar por completo la huella del artista. La pincelada es casi imperceptible y las diagonales y rectas se atienen al hard-edge que permite el material acrílico. En 1958, por la UNESCO, Jonquiéres se trasladó a París con su mujer y cuatro hijos, y es hacia los años sesenta, que el artista elimina la firma en la parte visible de sus obras. Esta decisión de no interceder con lo que no tuviera que ver con la obra misma, permaneció hasta sus últimas pinturas hacia la década del noventa.
Eduardo Jonquières dejó de dibujar cuando se mudó con su familia a París, y, una década más tarde, abandonó también la escritura. Sus pinturas abstractas, en cambio, perduraron algunas décadas más y, según su hijo, son un reflejo de su variación emocional. En las obras geométricas hasta mediados de los años setenta, su excepcionalidad como colorista, la vuelca eligiendo una combinación de colores claros con una recurrente presencia del fondo blanco. “En la época de los ochenta, las pinturas de mi padre reflejan un momento de mucha oscuridad y pesimismo en donde tal vez aparece una rayita blanca representando una pequeña esperanza”, explica Jonquières hijo, reafirmando la evolución emocional que él observa en las trescientas obras que posee de su padre. Las últimas obras del artista, incorporan nuevamente la vibración cromática del principio, pero con una paleta diferente.
La vida de Eduardo Jonquières permanece en infinidad de cartas que intercambió con su familia y con su amigo Julio Cortázar; en los poemas donde refleja una mirada escéptica sobre la humanidad; en los dibujos figurativos que realizó en tinta sobre papel; en las fotografías que tomó su hijo; en sus pinturas, y, en la muestra “Jonquières: 50 años después, de París a Buenos Aires” en el Museo Eduardo Sívori.