Nota publicada online
En Vasari, se expone una exquisita selección de imágenes del fotógrafo de “La carpeta de los diez”, dueño de un modo singular de poner el foco en las ciudades.
Por estos días en la galería Vasarise exhiben más de una veintena de fotografías, todas vintage y algunas curiosamente en gran formato, que el fotógrafo húngaro George Friedman tomó en distintos sitios en los que vivió y trabajó: condensan sus grandes pasiones y un singular modo de capturar la city.
Hasta ahora casi desconocido en nuestras pampas, Friedman perteneció a “La Carpeta de los Diez”, primer grupo independiente de fotografía en nuestro país que se propuso el ejercicio crítico sobre la propia obra. La agrupación arrancó en 1952. La mayoría de los fotógrafos que la integraban emigraron de Europa, muchos escapaban del nazismo.
No fue una escuela con manifiesto en mano, sino un grupo con miradas diferentes que desde sus inicios, y hasta el fin del trabajo conjunto (1959) estuvo integrado por diez fotógrafos. Consideraban que ese era el número adecuado para trabajar y debatir.
Antes de hacer pie en Argentina (1939), Friedman vivió en Europa y en EE.UU. Fue cameraman y reportero gráfico. Ya aquí, se metió de lleno como fotonovelista: trabajó veinte años en la revista Idilio, donde Annemarie Heinrich diseñó tapas y Grete Stern publicó sus famosos “Sueños”. Además, hizo fotografías publicitarias, fue free lance. Flâneur empedernido, Friedman le tomó el pulso a diferentes ciudades.
Friedman tiene la extraña capacidad de fotografiar climas silenciosos. Hay en esas fotos en blanco y negro un singular registro de época: son paisajes que lo dicen todo. En esas fotos brumosas habita cierta dosis de melancolía. A veces la polis deviene espectral: los cuerpos se vuelven silueta; los grises, plateado que deslumbra. Ahí están Nueva York, Buenos Aires, París, Lima, Miami, San Pablo, Río de Janeiro.
Algunas fotos nos recuerdan, como sostiene Joan Fontcuberta que fotografiamos “para salvaguardar la experiencia de la precaria fiabilidad de la memoria”. Fotografiamos, dice, para reforzar la felicidad de momentos especiales, para cubrir ausencias, para detener el tiempo y, al menos ilusoriamente, posponer la ineludibilidad de la muerte.
Hay dos imágenes imposibles de olvidar. Una callecita desértica y oscura en París. Un cartel indica: “Hotel confort”. En otra foto tomada desde el interior de un departamento, se ve un balcón con una silla vacía. La ausencia se vuelve potente. La lluvia no para. Hay en esas fotografías una especie de conjura: como si fuera posible suspender el tiempo, como si el acto de fotografiar pudiera reparar, borrar huellas dolorosas. Pura alquimia.