Nota publicada online
Exposición antológica que recorre los únicos diez años de producción pictórica de Emilia Gutiérrez bajo la curaduría de Rafael Cippolini. La integran 90 óleos y 14 dibujos.
A mediados de la década del setenta Emilia Gutiérrez (1928-2003) dejaba de pintar. Los colores habían desistido de ser lo que eran para ella para convertirse en voces que le hablaban. Su psiquiatra, a la sazón, le sugirió abandonarlos y así quedaría trunca la prodigalidad de una paleta que distaba mucho de las expresiones y de las notas estridentes predominantes de entonces. Una reseña del diario La Razón de 1973 ya daba cuenta de la excepción que significaba Emilia en aquellos tiempos que comenzaban a vestirse con las más oscuras sombras.
Entre la sustracción de un mundo y la orfandad que se abría a partir de aquella contingencia, Gutiérrez encontró en el dibujo el medio expresivo adecuado para continuar su trabajo. La melodía rota de las pinceladas y la composición se sublimó en la precisión de la línea y el claroscuro. En coincidencia, se presentó en ella una vocación de clausura; un retraimiento que la conduciría a vivir encerrada en su departamento del barrio de Belgrano hasta el final de sus días y atrás quedarían, por añadidura, las pocas exposiciones en las que había participado.
Es junio de 2023. Esa porción del río que se encuentra próxima al museo hace recordar al viejo dicho “mucha agua ha pasado bajo el puente” y, aunque pueda resultar un tanto pueril repetirlo, es dable reconocer que no sólo resulta literal sino pertinente al momento de preguntar si la verdadera apreciación de una obra siempre es póstuma.
El retrato fue el género priorizado por esta artista admiradora de El Bosco y los pintores flamencos. En los personajes retratados se observan en forma recurrente rostros que parecen contener fuerzas opuestas y complementarias. Hay un resto de cada una de ellas en su opuesta, lo que hace asemejar de manera inevitable estas caras a taijitus –el símbolo del Yin y el Yang- estrábicos. En su mayoría se destacan por su hieratismo. Son seres desangelados con matices expresionistas que pocas veces exhiben sus manos y sólo en contadas ocasiones llevan a cabo algún tipo de acción.
En este sentido, los títulos de las obras – cuando los tienen- resultan lacónicos, apenas descriptivos, no son índices de algún intento de narración y si apenas asoma uno se lo ve esbozado a tientas. Esto último encuentra su correspondencia en los elementos que se encuentran distribuidos en las escenas: el lápiz y la libreta de un mercader, utensilios y frutas ante una pareja, un juguete entre dos niños, carreteles de hilo de coser delante de una niña, entre otros. En casi todas ellas encontramos otra recurrencia: los planos rebatidos de las mesas que exhiben estos objetos y que se vuelven hacia el espectador.
Si bien Gutiérrez privilegió los espacios íntimos, éstos pueden estar deshabitados como en las naturalezas muertas o bien estar tan constreñidos para sus figuras que resultan asfixiantes. En forma ocasional aparecen referencias espaciales: una mujer ante un cartel de cine, alguien dentro de un bar, un recuerdo de Tucumán de 1928. El resto de su mundo contiene cercanos escenarios barriales. En ellos un diablo tiene aspecto fantasmagórico, una escena erótica se arriesga en un distante segundo plano o se leen gastadas pintadas políticas.
Si como ella expresó: “en mis cuadros está el mundo de mi infancia, que no fue muy alegre” el sobrio y efectivo trabajo curatorial efectuado en las salas permite imaginar una suerte de casa de muñecas en consonancia con tan conmovedora referencia afectiva
¿Cuánto se encontraba cifrado y escondido en esos cuadros para que hoy se asemejen a una adivinanza arrojada al porvenir? La fascinación que en muchos producen ¿se aloja en el mito que ella misma contribuyó a inscribir, muy a su pesar, o en la realidad compleja, contradictoria e inefable que les concierne a las obras y que el proceso de exhibición-recepción actualiza?
Quizás es posible postular que la obra de Emilia Gutiérrez sea el testimonio de un intento de superación de un pasado condicionante y que el desasosiego y el extrañamiento que nos llega de ella sean claves que establezcan puentes hacia los malestares contemporáneos ya que, en definitiva, en sus sombras podríamos hallar también rastros de las nuestras.