Nota publicada online
El fotógrafo rosarino presenta una muestra de pinturas e instalaciones en la Sala Cronopios hasta el 30 de marzo.
“Yo soy un fotógrafo clásico”. Con esta afirmación y una fotografía que la convalida nos sumergimos en el fascinante universo visual de Marcos López montado en la sala Cronopios. Todo lo que cupo en tres fletes y la energía desplegada durante una semana de montaje por todo el equipo formado por el propio Marcos, artistas invitados, asistentes y las directoras de arte de su taller, Nadia Kossowski y Yanina Moroni, desbordan en cada rincón contradiciendo la afirmación preliminar. Y es que de esto se trata: Marcos López, en esta oportunidad, se “despide” del “fotógrafo” y debuta como artista integral.
La fotografía de Marcos López se caracteriza por su composición clásica, armoniosa y previsible, a veces austera y otras barroca pero, siempre, con un guiño que nos delata su particular mirada cargada de humor y de ironía y que nos induce a ver más allá de la imagen. Cuando su cámara capta un personaje, el punto de vista ligeramente bajo del gran angular, hace que el entorno pierda importancia y de esta manera el personaje elegido se vuelve monumental, ubicándolo en el centro de la escena y del mensaje. Aquí se pone de manifiesto la necesidad imperiosa del artista de exteriorizar, expresar, exorcizar… De poner en evidencia lo que muchas veces miramos sin ver; aquello que se nos escapa -como se nos escurre el agua entre las manos- esa sensación silenciosa que no logramos identificar, pero que está allí. Marcos monta una escena cotidiana, pone el acento en un gesto, en un detalle y la escena cobra otra dimensión. Se nos mete a través de los ojos, en el pecho y nos golpea en el estómago. Y nos obliga a salir de la indiferencia.
Marcos López nació un pueblo del interior de Santa Fe, estudió en un colegio de curas, el La Salle y cursó hasta el quinto año de la carrera de ingeniería, como su papá. Un día a los dieciséis años, cuando vio la película “La Zona” de Andei Tarkoski, descubrió que quería ser artista, y que, como tal, necesitaba expresar sus sentimientos y emociones. Justo después de la dictadura y de la guerra de Malvinas, el entramado de la vida lo llevó a Buenos Aires y a conocer a Liliana Maresca, una artista que le dejó como enseñanza la fundamental libertad frente al mercado y a la autoría de la obra. “Era el año 1986 y Liliana organizó la muestraLa Kermessejusto aquí, en el Recoleta y, ahora que lo pienso, con un concepto muy cercano a esta muestra.” Como señala Claudio Massetti, director del Centro, en el catálogo de la exposición, Marcos se reconoce como hijo ilegítimo de Warhol, nieto de Berni y bisnieto rebelde de Cartier-Bresson. Estudió cine en Cuba y se vincula con el Pop Latinoamericano, con sus colores, con su lenguaje y su idiosincrasia.
En su debut como “artista integral”, monta una instalación monumental –a modo de homenaje- con sus fotografías más emblemáticas clavadas a la pared y a punto de hundirse en un mar de “inconciencias”. “Me genera mucha angustia este tránsito por este mundo urbano contemporáneo del cual también me siento cómplice y partícipe. Estoy convencido que, por este camino, Buenos Aires y el mundo desaparecerán y no hacemos nada.” Como artista siente una necesidad desbordante de expresarse; la reflexión visual necesita ocupar un espacio más sólido y contundente. Respetuoso de los oficios invita a varios artistas a corporizarla. Así es como Elba Bairon es la responsable de recrear la escultura del Sireno del Río de la Plata, Luis Gaspardo de llevar al óleo -a lo largo de 7 años y en un enorme formato- su emblemática foto del Mártir; un pintor peruano de reproducir -también al óleo- los retratos de Amanda y el Mártir sobre afiches de Ansel Adams. Marcos pinta, sobre papel de empapelar y sobre afiches de museos, tal vez con la intención de desacralizar las instituciones, pero fundamentalmente con la libertad y la algarabía propias de un niño. Porque es un niño y como tal se compra juguetes: un tigre de plástico en Bengal, un yaguareté de madera en una ruta de Corrientes y que ahora se convierten en obra; uno le trasfunde su sangre al otro y ambos aprenden, uno del otro. De la misma manera que Marcos aprende de la cultura y las artesanías Latinoamericanas que también colecciona. Se apropia de sus héroes, santos y dioses y los redefine, como el gran dios de la abundancia que se zambulle en unapelopinchorepleta de euros.
Pero también hay un tema que gira constantemente alrededor de su obra y que tiene que ver con transitar la desigualdad social que nos rodea y que le resulta insoportable. Esto se refleja en dos instalaciones contundentes que dan la medida justa de la sagacidad de la mirada del artista: un enorme cartel que nos invita a “redefinir la felicidad” detrás del cual duerme un sin techo, escenas cada vez mas incomprensiblemente cotidianas en nuestra ciudad y una instalación en la que reconocemos el latir de la Villa 31 mientras resuenan las coplas de una bagüalera tucumana, pastora de cabras magistralmente mezclada con un canto de mongoles que el artista grabó en la puerta del Museo Pompidou.
Con humor, ironía y una estética que lo identifica, Marcos López es un fiel testigo de su tiempo, de la realidad que nos rodea y que consumimos peligrosamente indiferentes. La actual muestra en el Centro Cultural Recoleta, que cuenta con un con excelente catálogo auspiciado por el Banco de la Ciudad de Buenos Aires, tira abajo todos nuestros preconceptos y nos obliga a despedirnos de la indiferencia para debutar en la conciencia de ser parte comprometida con este tiempo que nos toca vivir.