Nota publicada online

lunes 22 de julio, 2024
¿Cuánto pesa el amor? en el Recoleta
Superficies de placer, dolor y silencio
por Alejandro Zuy
¿Cuánto pesa el amor? en el Recoleta

Sesenta obras, creadas por artistas nacionales e internacionales, intentan dar parte de las diversas incidencias que propone el amor en una multitud de instalaciones, pinturas, esculturas, fotografías y videos provenientes de instituciones públicas y privadas del país.

Una pregunta nada inocente se impone desde el comienzo en esta exposición: ¿Cuánto pesa el amor? En ella se concentran la búsqueda de una unidad de medida, la incidencia de una fuerza gravitatoria y un sentimiento. Es sabido que una pregunta puede funcionar como agente estimulante, como disparador de reflexiones, pero, si se presenta con algún aspecto que pueda descolocar ciertos lugares comunes casi con seguridad despertará el afán por encontrar las respuestas que la reinserten en cierto orden de cosas. Cabe pensar también que lo propuesto por un interrogante corra el riesgo de desbordarse y que su intención inicial se disuelva en el aire.

Si bien el breve texto curatorial se apoya en el influjo de las citas o en las referencias a autores célebres, acaban teniendo mayor centralidad una dedicatoria y dos notas adicionales que refieren a Yuliana, una niña de siete años, hija adoptiva del curador Daniel Fischer quien sostiene que “el amor no tiene que doler”. El pronunciamiento, más agudo que la racionalización que intentan las citas, subyace al interrogante que da lugar al título; ambos vectores organizan el relato que se exhibe en las salas Cronopios, J y C del Centro Cultural Recoleta.

La exhibición propone tres núcleos: vida, muerte y espiritualidad. Aunque los límites entre ellos puedan en ocasiones ser porosos u haya obras que puedan ser intercambiables, el recorrido despierta asociaciones que pueden superarlos, emociones contradictorias o un reajuste de expectativas personales.

Policromía y diafanidad en las texturas encontramos en las dos primeras obras de Fabián Bercic que reciben al visitante en la sala J. En la misma sintonía las acompañan una pintura edénica de Edgardo Gimenez, objetos de Marta Minujín y el Eva y Eva de Yiyú Finke. Referencias a los juegos infantiles en espacios públicos se encuentran en la instalación Refugio para un recuerdo de Alexandra Kehayoglou. Allí una solitaria hamaca pende del techo en medio de un recorte de la naturaleza brindado por el artificio de la confección textil en medio de un clima onírico. La ligazón con lo infantil, en este caso no con el tema sino por la técnica escogida y las características de los personajes, parece continuar en las Señoritas cubistas tomadas de la mano de Celina Ezeiza, un patchwork de tela, arpillera y lana y en el candor fotogénico de Mi oso Teddy, escultura en resina y silicona de Petu de Mareca. Luego de la apelación al colorido y a la memoria afectiva que parece cerrarse con la pintura Lugar común de Elisa Strada, otros climas comienzan a emerger en ese espacio que lo irán enrareciendo hasta marcar la transición hacia los otros núcleos.

El duelo, el homenaje y las formas de resistencia política que atraviesan y conjugan diferentes tragedias históricas se unen en la video performance Ricordis, para Eduardo de Soledad Sánchez Goldar, al tiempo que las redes de hilo y alambre de Fabiana Larrea que se despliegan por una pared señalan lo que denominó Última palabra de amor. Antes de ingresar a la sala Cronopios una pieza de la serie Coronas de Carlos Herrera realizado en hierro, arnés de cuero y cordón de zapatilla, contrasta de manera tajante con la inocencia de lo observado al comienzo, por ella se filtran alusiones sexuales y un recordatorio simbólico de lo efímero de la belleza.

La poética lúgubre de Herrera se expande sobre la zona cardinal de la sala Cronopios con una gran instalación. Sus padres fueron floricultores y él trabajó junto a ellos en su local comercial en el armado de las ofrendas fúnebres. La obra, de polifacéticas características laberínticas, contiene elementos orgánicos que se irán metamorfoseando a lo largo de la exposición. Este registro del artista cambia notablemente con las texturas pulimentadas que sostienen objetos que poseen otra significación social, tal como se puede apreciar en las piezas de la serie Cobre mísera mierda.  A pocos pasos de ellas, las inmensas esferas de lana y cintas de Teresa Pereda testimonian acciones performáticas que ponen en valor los acontecimientos colectivos que sedimentan en su tránsito saberes ancestrales, memorias reparadoras y el poder transformador de lo simbólico. Lo atinente a lo ritual paralelamente se continúa en Nuestro baile de la noche de Ulises Mazzucca y las tramas en las obras de Pablo Lehmann.  Cerca de ellas se ubica la imagen de Nicola Constantino abrazando una de sus siniestras chancho bolas dando lugar a las aristas perturbadoras de la maternidad.

Otra instalación, en este caso de Claudia Casarino compuesta por camisones rojos y blancos refiere a la trata de mujeres. Un acrílico sobre el que se montan cerámicas y vinilo de Alberto Passolini apela a la ironía en Nadie sabe lo mío. Su vibrante color se hace cómplice de las ondulaciones de Affaire, un óleo de Cynthia Cohen, mientras que la escultura textil, Placer y beneficio de Alejandra Mizrahi se yergue oscilando entre la levedad y la extrañeza de su estructura en uno de los rincones de la sala, precediendo al video Exuvia de Silvia Rivas perteneciente a la serie El revés de la estructura. En él, se observa como dos mujeres tratan de quitarse una vestimenta de papel de seda como queriendo extirpar, no sin dificultad, algo propio e incómodo de conservar.

Matilde Marín participa con la suite fotográfica Bogotá-Berlín. En ella intenta retener el recuerdo su visita a un excéntrico hotel de la capital alemana frecuentado por históricas celebridades y traer al presente “esa historia de amor entre Bogotá y Berlín cuyo final significó la demolición de este hermoso hotel, defendido sin éxito por personalidades del arte internacional”.

El acceso a la sala C es presidido por Gabriel Baggio con su Motivo para un empapelado, donde flores de cerámica se extienden sobre una angosta pared. El erotismo evidenciado de manera más explícita aparece en las piezas de Fabiana Barreda y de Nicolás García Uriburu, al tiempo que las opacidades emocionales de los carbones tallados de Vicente Grondona se alían con la pintura en acrílico Las flores negras de Daniel García. Lo ambiguo encuentra continuidad en El camino brillante parece sombrío, austera pero descriptiva tinta de Hernán Marina. En cambio, la Red de Daniel Joglar parece convocar entre tinieblas al recogimiento con sus rosarios luminosos unidos por tanzas. Lindantes a ella se pueden apreciar otras obras de Fabiana Barreda, una operación intertextual de Nicola Constantino que reúne a Rembrandt y a Fritz Lang y el retrato de una joven con mirada introspectiva pintado por Antonio Berni.

El cristal se caracteriza por su resistencia y su fragilidad. Para su moldeado es necesaria la experiencia, la pericia y la exposición a temperaturas extremas. Una vez insuflado aparecerán la transparencia, la forma y la belleza. Es de suponer, entonces, que el cristal y el amor guardan propiedades emparentadas. En consecuencia, no es de extrañar que el conjunto exquisito de urnarios de Trulalá Dueto (Carlos Herrera y Claudia del Río) en colaboración con la cristalería San Carlos lleve el título de la exposición e insinúe su corolario.

Principio y fin resuenan en más de una significación en el Mar de lágrimas de Pablo Suárez, escultura que la pequeña Yuliana corría a buscar en imagen a la biblioteca de su padre luego de enunciar “el amor no tiene que doler”. La perplejidad, ante tamaño pronunciamiento, ha sido la piedra de toque de un trabajo que ha elegido apoyarse en lo verbal para arrojar una pregunta y decantar en las prácticas estéticas una aproximación a las posibles respuestas. Para seguir pensando esta operación curatorial es posible aportar lo que Roland Barthes menciona en una de las páginas de Fragmentos de un discurso amoroso: “En el Occidente cristiano, hasta hoy, toda la fuerza pasa por el Intérprete, como tipo (…) Pero la fuerza amorosa no puede transferirse, ponerse en manos de un Interpretador; ahí queda, en estado de lenguaje, encantada, intratable”.

¿Cuánto pesa el amor?

Hasta septiembre

De martes a viernes de 13:30 a 22hs y sábados, domingos y feriados de 11:15 a 22hs.

Entrada libre y gratuita.

Centro Cultural Recoleta

Junín 1930 - CABA

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