Nota publicada online
En esta nueva exposición, la primera individual en un museo de la Argentina, Celina Eceiza amplía las exploraciones de materiales y espacios que habían identificado sus trabajos anteriores para crear una serie de ambientes orgánicos de múltiples resonancias sensoriales.
Celina Eceiza (Tandil, 1988), es una joven artista cuya trayectoria parece haberse expandido durante estos últimos años con la misma fuerza y convicción que demuestra su obra. Ha realizado exposiciones individuales en Buenos Aires en Moria Galería como fueron Villa Celina (2021) y Desvelo (2023) y Personas que creo haber visto (2022) en México. Participó además de proyectos colectivos que fueron presentados en EE. UU y en Chile, incluyendo la Primera Bienal de Arte Textil (2023), llevada a cabo en la capital del país trasandino y en el corriente año participó de la residencia internacional Art Omi, en Nueva York. En la actualidad también participa de la exposición colectiva Punto de fuga de la organización Móvil.
El acto de ofrendar implica dar algo en obsequio o en beneficio de otros como acto de amor o de solidaridad. Ese “algo” sería un intermediario que liga la voluntad de uno o varios sujetos con los beneficiarios bajo las condiciones de un determinado contexto. Todos estos factores pueden y merecen ser tenidos en cuenta a la hora de experimentar Ofrenda.
El diseño social que hizo y hace posible esta contemporaneidad involucra una cierta configuración subjetiva de los seres humanos. Una de las consecuencias de esta configuración, signada además por el culto al individualismo, ha sido que, por efecto de sobrecarga o privación de estímulos, se haya producido un resentimiento generalizado de la capacidad sensorial. Por lo tanto, una posible tarea de compensación, en la cual el arte podría implicarse, consistiría no sólo en ampliar dicha capacidad sino en hacerla más sutil e intensificarla con su consecuente repercusión virtuosa sobre los vínculos comunitarios.
La experiencia que se le propone al visitante en esta exposición radica tanto en su intención totalizadora como en sus aspectos discretos, sean estos visibles, deducibles o supeditados a la imaginación. Según la artista, el espacio de Ofrenda es un espacio para ser habitado, que pide ser habitado. Es un lugar para que pasen cosas. Si bien no escapa a los condicionamientos estructurales de su arquitectura, la intervención poética realizada en el museo habilita un espacio fuera de lo ordinario, que se contrapone, en primer lugar, a la anestesia (y a la amnesia creciente) de las superficies urbanas pero, al mismo tiempo, a algunas de las convenciones expositivas institucionales. Aquí la lisura quirúrgica del cubo blanco no cuenta. Piso, paredes y techo presentan una segunda superficie, un recubrimiento epidérmico ameno, cálido, de procedencia textil que prolifera sin cesar y que contribuye, efectivamente, a que sucedan cosas.
El recorrido comienza con el “pasillo solar”, una sala transicional de acuerdo a la definición de la curadora de esta exhibición, Jimena Ferreiro. Allí reina el amarillo y se encuentra dedicada, a modo de homenaje, a artistas cuyas obras forman parte del patrimonio del museo. Ellos son Alberto Heredia, Juan Grela, Alfredo Londaibere, Juan del Prete, Nicolás García Uriburu, Yente, Melé Bruniard, Germaine Derbecq y Pompeyo Audivert. Sus nombres cosidos en paños dispuestos sobre ambas paredes conducen a dos salas, En la de menor tamaño prevalecen visualmente los tonos rosados pero lo primero que rompe con los hábitos naturalizados es el espesor de las alfombras que se sienten bajo los pies. En definitiva, en Ofrenda, todo remite a lo orgánico y a su vez a lo háptico, es decir a un cierto tipo de sinestesia que se da entre los sentidos de la vista y el tacto, mediante la cual es posible reconocer las texturas sin tocarlas.
El despliegue de técnicas empleadas incluyen el patchwork, el collage, el batik, hay también telas colgantes con figuras pintadas con tiza que parecieran inspiradas en las carpas de las culturas nómades y dibujos realizados con lavandina que podrían remitir a los geoglifos de Nazca. Otras formas presentan seres antropomóficos estilizados contenidos por la simetría o contorsionados desafiando toda proporción. En el resto de los dibujos se observan espirales, bucles, libertad y una dispersión indefinida. Queda claro que Eceiza desplaza toda posibilidad de vacío.
Si la lógica de su matriz productiva es el patchwork, es decir, la de la integración de retazos de materiales (y técnicas) heteróclitos, ésta encuentra en la sala principal su máxima expresión. Existen en la composición de este ambiente, además, reminiscencias de las experimentaciones de la década del 60' que, extrañadas por su anacronismo, recuerdan a ese Picnic extraterrestre de los hermanos Strugatski que Andrei Tarkovski llevó a la pantalla cinematográfica. Para quienes no recuerden o no conozcan esa novela, en ella se relata la historia de unos extraños visitantes que han abandonado artefactos en forma distraída a lo ancho de una zona restringida en la cual, gracias a ellos, ocurren fenómenos físicos incomprensibles para el conocimiento científico humano.
Aquí sucede algo similar. Sobre paredes blancas se multiplican carbonillas con figuras humanas que parecen realizadas por niños y otras semejantes a las de la sala anteriormente descripta, En un extremo, una construcción parece erigirse como refugio. Dentro de él se encuentran más batiks y tejidos. Su exterior ofrece un relieve de cuerpos unidos en una ronda confeccionados en yeso. Las figuras hechas con este material, paralelamente, se encuentran repartidas en otros sectores. Hay fragmentos de manos o piernas unidas al techo y al suelo, faroles, ramas, jaulas, hongos y otras de imposible definición. Si se presta cuidado, podrán descubrirse diminutos objetos esparcidos como por azar, suerte de exvotos paganos. En el techo oscuro se localizan dibujos de rostros, peces y espirales, mientras que en el piso hay almohadas y cobijas para poder tomarse un respiro e intentar metabolizar y dejarse afectar panoramicamente por las fuerzas de todo este universo.
Aunque en ningún momento del recorrido haya cortes que signifiquen discontinuidades si hay distinciones. En este sentido la última sala, se diferencia de las anteriores por su nocturnidad, como si cerrara un ciclo. Las paredes se encuentran cubiertas de telas a modo de paneles, cada una ilustrando una escena en particular: un plato con frutas, un ser atravesado por arabescos, una ventana que deja ver una floresta, alguien detenido por un semáforo, un juego de cubiertos, una Venus ancestral. Ellas rodean a unas misteriosas formas que se elevan desde el piso o desde pedestales irregulares como testigos silenciosos de la presencia humana.
Generar todo lo descripto ha insumido dos años y el excepcional trabajo de montaje, llevado a cabo, puntada tras puntada, por la artista junto a los trabajadores del museo, dos meses. Concepto, técnica y modo de producción se encuentran concatenados, forman parte de una misma costura. Esta acción colectiva es, a su vez, por extensión, conectiva, como las de los tejidos que sostienen y estructuran los órganos de un cuerpo; tejidos que se ofrecen para amparar a otros y para tantear otras sensaciones de la existencia.