Nota publicada online
Este año se presentó en el Museo Municipal de Bellas Artes de Tigre (MAT), una muestra antológica dedicada a uno de los personajes más populares, prolíficos y versátiles de los últimos tiempos, Carlos Páez Vilaró. En esa oportunidad, el artista dialogó con Arte al Día y recordó un camino creativo que ha dejado sus inconfundibles huellas tanto en Buenos Aires, como en Punta del Este.
"Más que un pintor, yo creo que soy un hacedor", se autodefine el artista uruguayo que en 2008 cumplió 85 años de vida, más de 60 con la pintura y 25 en el Tigre, donde tiene su casa "Bengala", una pequeña Casapueblo, con todo el encanto y el estilo de la original uruguaya (ver recuadro). Se trata de una vivienda de paredes blanquísimas y redondeadas que ha moldeado a su estilo durante años, anexando objetos recolectados en sus innumerables viajes, como si se tratara de un gran nido. Y junto a ese nido, se halla su taller, una antigua casa de madera que compró con su mujer hace 25 años, refugio tropical en el que ha trabajado infinidad de horas.
Páez Vilaró ha pedido alguna vez, "perdón a la arquitectura por su libertad de hornero". Y es que precisamente esa es una de las tantas disciplinas en las que ha desplegado su creatividad sin límites ni restricciones. Autodidacta, curioso y audaz, el artista ha incursionado también en la pintura, la cerámica, el arte textil, la escritura y una extensa lista de lenguajes creativos, que dan cuenta de una búsqueda incesante, al igual que sus permanente viajes por el mundo, y su ir y venir, de Uruguay a la Argentina.
"Soy el pintor del medio del río", se define nostálgico, y evoca el inicio de su peregrinar con su llegada a Buenos Aires, a los 18 años. Instalado en el altillo de una pensión ubicada en la calle Piedras, su primer trabajo fue en una fábrica de fósforos y luego en una imprenta, pero poco a poco nació su pasión por el dibujo.
Frecuentaba los cabarets del Bajo y en uno de ellos le dejaron dibujar en las mesas a cambio de que sacara a bailar a las chicas que querían mostrarse.
Esos dibujos, le permitieron entrar como cadete en una agencia de publicidad, y desde entonces, nunca se detuvo. "Mi mayor descanso es el trabajo", comenta el artista, con las manos manchadas de pintura, prueba de su reciente labor interrumpida.
Y precisamente, la muestra retrospectiva que se exhibió en MAT, Museo de Arte de Tigre, estuvo integrada por más de 100 obras cuidadosamente seleccionadas que dieron cuenta de su pasión por el trabajo como motor constante, a lo largo de su vida de "hacedor".
Y en Uruguay también, han quedado pruebas incontables de esa curiosidad y ese amor por la actividad creativa, materializadas en su emblemática Casapueblo, en Punta Ballena. Para aquellos que lleguen a Punta del Este esta temporada y nunca hayan visitado este acogedor complejo artístico, recorrerlo les permitirá conocer otras culturas, viajar con la imaginación y absorber un poco de la energía creadora de este artista que conoció a Pablo Picasso, Salvador Dalí, Giorgio De Chirico y Alexander Calder.
Y para aquellos que ya la conocen, siempre será placentero regresar con una mirada nueva, descubrir nuevos rincones y deleitarse con las escenas vinculadas a la negritud uruguaya y africana, los casamientos, los bailes, los carnavales y las comparsas, o los exóticos animales de colores y motivos africanos de exquisita sensualidad que pueblan las obras de este artista inagotable.
Y es que como alguna vez ha señalado el crítico y amigo Rafael Squirru a propósito del pintor uruguayo, "hay una vitalidad que emana del ritmo de su propia vida". Una vitalidad intensa, y para compartir.
Casapueblo, silueta inconfundible en el paisaje esteño
Corría el año 1958 y la desolación del paisaje, sin árboles ni caminos trazados, sin luz y sin agua, no frenaron su proyecto. La construcción inicial fue una casilla de lata, donde almacenaba puertas, ventanas y materiales para su futura casa. Luego, con la ayuda de amigos, levantó "La Pionera", su primer atelier sobre los acantilados rocosos. Era de madera, que el mar traía los días de tormenta y que él mismo se encargaba de recoger con la ayuda de los pescadores. En 1960 empezó a cubrirla con cemento y así siguió creciendo, sumando habitaciones como vagones a una locomotora. Dejando resbalar su imaginación al ritmo de los movimientos de las diferentes capas de nivel de la montaña, logró una perfecta integración de la construcción con el paisaje, sin afectar su naturaleza. Sin darse cuenta, con su cuchara de albañil llegó hasta el mar. En todo momento se mantuvo en guerra abierta contra la línea y los ángulos rectos, tratando de humanizar su arquitectura, haciéndola más suave, con concepto de horno de pan. Modeló las paredes con sus propias manos. Valiéndose de guantes que creó con restos de cubiertas, logró que la casa impresionara por el vigor de la textura de su cáscara. (fragmento extraído de http://www.carlospaezvilaro.com)
Casa Pueblo, Punta Ballena 20003