Nota publicada online
Una muestra reúne alrededor de 30 obras -pinturas, esculturas, dibujos y collages- realizadas entre 1951 y 1994 por uno de los mayores artistas argentinos del siglo XX.
Se inauguró hace días una de las muestras que sin duda estará entre las memorables de este año: “Aizenberg” -tal el sencillo nombre de la exhibición- reúne en Alejandro Faggioni–Estudio de Arte unas treinta obras realizadas entre 1951 y 1994 por Roberto “Bobby” Aizenberg (Federal, Entre Ríos, 1922 – Buenos Aires, 1996), artista usualmente considerado uno de los principales exponentes de la pintura y escultura surrealista en la Argentina pero que en rigor de verdad no se ajusta con comodidad a ninguna clasificación.
Tuvo, claro, un contacto estrecho con el surrealismo desde que en 1948 se encontró en una muestra con las pinturas de Juan Battle Planas y quedó fascinado con ellas. Ese encuentro fortuito se volvería decisivo en su obra y en su vida: quiso conocerlo y poco después se convirtió en su discípulo, asisitió a su taller entre 1950 y 1953 y abandonó sus estudios de Arquitectura, que había iniciado poco más de un año antes. Allí, en el taller, pintaba y miraba pintar a su maestro pero, sobre todo, discutía con él sobre historia del arte y sobre la vida. “Battle Planas me enseñó los rudimentos de la pintura -declaró alguna vez-, pero también me enseñó a pensar”.
Ante las obras que ahora se exponen en la muestra de Faggioni, es difícil escapar a la sentencia de que frente a lo sensible el lenguaje fracasa y articular un discurso capaz de explicar las sensaciones que producen en el espectador. Victoria Verlichak logró ese pequeño milagro en su libro “Aizenberg”, publicado en 2007 por la Fundación CEPPA: “En sus pinturas -escribe Verlichak- suele reinar una atemporal inmovilidad que, según el ojo del que mira, muestra tanto una profunda espiritualidad como una abrumadora soledad. Los collages reflejan una inagotable curiosidad, mientras que en los dibujos se filtra algo de su agudo sentido del humor, que en la intimidad puede convertirse en irónico y letal”. Y agrega más adelante: ”Como un alquimista, quizá como su padre farmacéutico creador de fórmulas medicinales propias, Aizenberg acude a una suerte de catálogo de imágenes –como una tabla periódica de su invención– que expande y perfecciona en su búsqueda de lo esencial. Entre la figuración y la abstracción, toma una y otra vez elementos identificables que representa en distintos modos, grados y momentos de intensidad. Inundados por una luz prodigiosa, la tierra y el cielo, las arquitecturas, radiografías, geometrías, figuras, y los arlequines, abanicos, paisajes, son inscriptos por el artista en una dimensión inesperada”.
La primera pieza que captura la mirada al ingresar en el espacio de la exposición es “La fábrica” un óleo sobre madera entelada de 1994, una de las dos únicas obras de formato apaisado (la otra es el boceto “Ciudad engalanada”, de 1963, en lápiz sobre papel), en la que se advierte, como en muchas otras, la influencia de Giorgio De Chirico y su pintura metafísica con espacios arquitectónicos de perspectivas irreales, llenos de misterio y atmósfera enigmática. Algo parece a punto de ocurrir en la quietud desolada de esa fábrica en cuyos muros se alinean medio centenar de ventanas profundamente negras, recortada sobre un cielo gris de extraña luminosidad. Hay algo en la imagen que parece decir más que lo que se ve en ella. Aizenberg lograba esos cielos de increíble calidad, luminosidad y transparencia pintando, una tras otra, innumerables capas finas de pintura. Decía el mismo Aizenberg, en una charla con Vicente Zito Lema, que su naturaleza era perfeccionista. “Me apasiona la perfección -explicaba-. Si uno hace algo, tiene que hacerlo de la mejor manera posible. Cualquier obra tiene que ser elaborada muy intensamente: lentitud en el trabajo, extremo cuidado y rigor. Pinto y repinto capas del mismo color, capas leves, dejando pasar un tiempo entre una y otra, transparencias que van dando una vibración, una vida muy particular y conmovedora. Es parte de mi naturaleza y de mi estructura psicobiológica, como la impresión de una huella digital”. Con semejante intensidad trazaba su personalísimo camino como artista, completamente indiferente a las modas y las demandas de la época. Tanto, que Jorge Romero Brest lo definió como un artista excéntrico -en el sentido de apartado, desinteresado del centro- y anacrónico.
La arquitectura, cuyo estudio abandonó tempranamente para dedicarse de lleno al arte, siguió sin embargo presente en toda su obra. Siguió pintando arquitecturas toda la vida. Tampoco abandonó el automatismo -dejar fluir la mano sobre la tela liberando el gesto creativo- en el que lo introdujo Battle Planas, algo análogo a la asociación libre del psicoanálisis pero desde el punto de vista de lo gráfico y lo pictórico. Pero lo practicaba solo en la medida necesaria, controladamente. Según Viviana Usubiaga, historiadora del arte que investigó su obra, no lo practicaba sobre la tela sino que hacía sucesivos bocetos y dibujos con automatismo, luego seleccionaba los que le interesaban y los transfería a la tela. En sus dibujos, donde la figura humana sustituye a la arquitectura o se fusiona con ella, se advierte que el automatismo se expresa con mayor soltura pero, aun así, está bajo control.
En las obras expuestas en Faggioni, como en todas las del artista, se intuye que el arte era, para Aizenberg, una herramienta más para llegar a conocer la naturaleza de las cosas; para acceder más allá de la superficie de los fenómenos, a su sentido y a sus razones profundas; no para reproducir, sino para penetrar la naturaleza.
"Aizenberg", hasta el 20 de abril en Alejandro Faggioni Estudio de Arte, Sargento Cabral 881, 5° Piso K, lunes a viernes de 14 a 20.