Nota publicada online
Curada por Javier Villa y Marcos Krämer, la exposición A 18 minutos del Sol aborda la observación astronómica y el acceso al espacio exterior como ejes para activar un diálogo entre la imaginación artística, la espiritualidad y la exploración científica. Participan más de noventa artistas argentinos de diferentes épocas, movimientos y regiones.
¿Puede estar la historia del territorio que habitamos atravesada por relatos que tuvieran que ver con el espacio exterior? Esta interrogación parece ser el punto de partida propuesto por los curadores Javier Villa y Marcos Krämer para la muestra que se desarrolla actualmente en el Museo de Arte Moderno, cuyo título adopta el de un álbum de Luis Alberto Spinetta lanzado en 1977, al igual la sonda Voyager I. Claro está que la citada pregunta tiene sus diversas implicancias, y no sólo desde lo retórico, sino también desde los conflictos que se encuentran implícitos en ella y de las prácticas fijadas para aproximarse a su esclarecimiento.
Un extenso pasillo conecta con las dos salas principales donde se encuentran expuestas la mayor parte de las obras. En él, un mural de Pauline Fondevila ejerce el rol de anfitriona mientras que, casi a hurtadillas hacia su final, una maqueta de Hernán Salvo infiltra las dudas de las teorías conspirativas recientes acerca de la llegada humana a la Luna. En medio de ellas, un ovni se cierne sobre las carabelas que extenderán la Modernidad y sus sombras a lo largo y ancho de América en un cuadro de Benito Laren.
Aquello que se plantea a continuación, como parte del criterio curatorial, al igual que del diseño expositivo de Iván Rösler es una disposición de contrastes, pero también de centros que le otorgan cierta simetría en función de las cosmovisiones que se hallan presentes en las salas. Lo oscuro, lo circular y lo introspectivo ha sido destinado a la correspondiente a las expresiones relacionadas con lo indígena, mientras que lo brillante, lo lineal y lo compartimentado a la que despliega las herencias eurocentristas. ¿Podrían haberse integrado ambas concepciones aun conservando sus relieves intrínsecos?
Un espejo de agua realizado por Rodrigo Túnica, inspirado en los que utilizaban las diversas comunidades indígenas, refleja imágenes del cosmos registradas por el Observatorio Nacional de Córdoba fundado por Domingo Faustino Sarmiento en 1871. Los espejos de agua sirvieron a los pueblos andinos para estudiar los fenómenos estelares y los ciclos de la naturaleza, mientras que, para la generación del sanjuanino, el observatorio significó un aporte científico para las colonizaciones internas llevadas a cabo durante el último cuarto del siglo XIX.
Alrededor del espejo es posible observar imágenes de ceremonias de los Selk’nam, collages de Eduardo Molinari que exhiben los antagonismos políticos y sociales de nuestra historia, un kultrun mapuche precedido por una pieza de alpaca confeccionada por el lonko Mauro Millán, textiles de las tejedoras de la organización Thañí provenientes de comunidades del norte de la provincia de Salta, tapices de lana del maestro Carlos Luis García Bes, témperas y tintas de Ogwa que traslucen la mirada del pueblo Ishir, una anciana Luna de Alberto Pilone, así como también la maqueta de El dorado, instalación que Liliana Maresca realizó en ocasión de un nuevo centenario de la conquista de América y que aludía al mito que obsesionó a los europeos y tanto desangró a originarios.
Si el espejo de agua resuena como una simbólica apertura y una forma de observación, el meteorito chaqueño en la cápsula del tiempo a abrirse en 2105 y destinado a la Sociedad Científica Argentina de Faivovich & Goldberg –único elemento extraterrestre presente en la exposición- postulado como eje de su sector guarda un literal hermetismo y una tensión latente que aguarda desplegarse. Tensión que mantiene asimismo con las subdivisiones de la sala. En ella conviven una multitud de obras que reportan desde las visiones utópicas o escépticas de los movimientos artísticos que marcaron todo el siglo pasado hasta las pesadillescas y expectantes que transitan el actual.
Coexisten de tal suerte, en orden sucesivo, el espíritu universalista de Xul Solar, el americanismo de Torres García, las indagaciones del perceptismo de Raúl Lozza, un sitio privilegiado para las formas sinuosas extendidas de Victor Magariños, la imaginación de ciudades futuras de Gyula Kosice, las inquietantes esperanzas de Raquel Forner en relación a la carrera espacial durante la llamada “guerra fría”, las referencias a Star Wars de Andrés Toro y Mariano Dal Verme, el modelismo de los cohetes de Axel Strachnoy, representante de la Sociedad Finlandesa de Investigaciones Espaciales, las fuerzas amenazantes del entramado científico-militar graficadas por Adriana Bustos, así como también un Polesello que distorsiona visualmente todo aquello que lo circunda y las alertas acerca del extractivismo como el que denuncia la imagen de la mina La alumbrera que propone Diana Dowek. La nota penumbrosa en esta sala presenta una ecléctica selección de obras dentro de las cuales se destacan las de Rubén Santantonín, Alicia Penalba y Miguel Harte.
En América ocurrió una confrontación de dos tipos de cosmologías y de epistemologías. Esto tuvo como consecuencia que a una gran cantidad de saberes se los destinó a un lugar de subordinación y silencio negándosele su potencial, aunque ha permanecido en ellos una reserva valiosa de resistencia. Problematizar el papel de la visualidad en los modos de dominación y su forma de llevarlo a cabo a través de las herramientas del campo artístico puede servir a la admisión de la tirantez recurrente entre el mundo indio y el europeo, a abrir el debate acerca de cómo esa reserva puede desplegar su peso específico sin caer en su fetichización y a advertir acerca de la réplica de los males de las prácticas colonizadoras en el futuro próximo del sistema solar. Si efectivamente A 18 minutos del Sol concurre a todo ello entonces se la considerará un gran paso para nuestra sociedad.