Enfrentarse a la pintura de Isabel de Laborde es introducirse en su mundo único e individual, pero es también observar desde los hechos actuales la situación del arte latinoamericano frente a los centros occidentales más activos. Final del milenio y signos de agotamiento. Vemos que es el momento en que se produce un giro de la mirada. Nuestras latitudes prometen situaciones ocultas aún a los ojos de muchos.
Pero, antes de ver cuáles son las imágenes que Isabel crea, observemos el lugar, tanto poético como geográfico, desde donde las crea. Ella ha habitado distintos mundos: ciudad de México, lugar de nacimiento y crecimiento; París, donde cursó estudios de arte; Buenos Aires, sitio escogido para vivir.
Pero, su conciencia imaginaria, su ser verdadero, su sí mismo, al momento de elegir el lugar propio de pertenencia, revela la tierra donde nació y la que le prometió una existencia: América, tanto su México nativo, como la alusión a algún lugar de Latinoamérica que ostenta raíces diversas.
Podemos, entonces, establecer una analogía entre el desarrollo de esa conciencia imaginaria y su México original o su Argentina de adopción. Ambos, países que surgen, que están aún en crecimiento. Octavio Paz al comenzar El laberinto de la soledad habla justamente de los pueblos en crecimiento y del despertar de la conciencia en ellos. Esos pueblos, dice Paz, “se vuelven sobre sí mismos y se interrogan”.
Resulta natural que esas interrogaciones sean en primer término, sobre su propio origen, sobre la propia identidad.
Estas imágenes no son otra cosa que parte de un proceso de reflexión, tanto personal como general. Estamos ante un tipo de cosmogonías. Su motivo es principalmente la materia informada y evidenciada aquí por una pintura tratada con doble aspiración, tanto una desmaterialización por partes, como un tratamiento primitivo dado por brochazos notables. Desde un blanco que identifica aún a la nada surgen tintes, algunos de ellos en toda su vitalidad. Son pigmentos que se asemejan a minerales extraídos de la tierra. La gama es variada, aunque aún no se asientan como sólidos estables. Pero, hay dos elementos que comienzan a entreverse y son los elegidos como los fundamentos de este lugar: escaleras o trozos de pirámides arqueológicas que la artista misma define como “un buen paisaje de un mundo a otro”; y luego las piedras. No en vano, Isabel las ha visto durante años yacer en el paisaje patagónico; no en vano, su país natal abunda en monumentos de piedra. La piedra es ahora una parte fundamental de su visión del mundo, y “la piedra es también un símbolo de la tierra madre” (1).
Isabel de Laborde en su pintura sintetiza dos fines: dar cuenta del origen de su propio ser y expresar su afinidad con la tierra que la sustenta, la americana.
Finalmente, cumple con un antiguo cometido del arte, que en la modernidad los surrealistas tomaron como objetivo: la coincidencia entre la conciencia individual y la imagen del mundo.
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Año 1991
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(1) Chevalier, Jean Gheerbrant, Alain, Diccionario de los símbolos, Ed. Herder, Barcelona, 1986, pág. 828.