En los últimos años, el arte de Julio Valdez parece haber pasado de los anhelos a las afirmaciones. Contundente en su lenguaje siempre lo ha sido; pero la deconstrucción que caracterizó su trabajo de los noventa (superficies fragmentadas, secuencias, signos sueltos, líneas discontinuadas, colores evanescentes...) ha dado origen, en las obras de 2000 y 2001, a una nueva construcción en la cual se articulan ahora los mismos elementos de su vocabulario.
Ya en 1998, en "Raíz de sueños II", la composición en damero, tan frecuente hasta esa fecha, se ve relegada a una franja en el registro superior, y en la superficie sin fronteras se abre una especie de ventana como reminiscencia y umbral: huella de espacios anteriores, anuncio de futuras visiones. El artista parece buscar una correspondencia plástica a los ecos de una compleja y multiforme realidad, hecha de mitos e imágenes más que de circunstancias cotidianas. El recurso del registro superior compartimentado, al cual el artista recurre con frecuencia en ese mismo año, trae a la memoria los retablos de los primitivos italianos, como una referencia religiosa que impregna sutilmente la pintura de Valdez.
Esa referencia se repite en el díptico -formato privilegiado del cuadro de iglesia- titulado "Travesías III", donde una situación social precisa no se representa de modo ilustrativo y anecdótico, sino que, al contrario, se torna una reflexión, expresada en términos simbólicos, sobre el hombre caribeño enfrentado a la precaria fuga, al incierto exilio, a "la maldita circunstancia del agua por todas partes", como dijera Virgilio Piñera.
Para Valdez -bien lo proclama su obra-, la condición caribeña es ante todo espiritual, más allá de su marco histórico, geográfico y político. De ahí que los ecos religiosos resuenen con tanta profundidad en su arte. Decir la insularidad y su cultura híbrida y sincrética como las dice Julio Valdez es un acto de fe, y no el recurso de lo exótico para un consumo externo. Acto de fe que da sentido pleno a su instalación "Raíz de sueños" (1999), en la cual fusionan el hombre y la naturaleza, la tierra y los mitos, y que incorpora signos ancestrales al lenguaje contemporáneo, a través de una apropiación de éste para metamorfosearlo en la magia del Caribe.
Partiendo de la figura del hombre-isla, autorretrato que asume los rasgos de la identidad caribeña, el artista, como portador de una tradición cultural que amasa lo más íntimo con lo colectivo, remonta a sus propias raíces familiares en "Carne de mi carne" (2001) al tiempo que evoca la universalidad a través de una obra como "Om".
En esta última, así como en "Personaje con historia II", la composición abarca toda la superficie en una clave barroca, y el trazo abiertamente expresionista, cargado de materia y violencia, contribuye a hacer más rotundo este nuevo acento de Valdez, que ha abandonado el tono menor y fugaz de sus obras anteriores a favor de presencias avasallantes. En éstas sus obras más recientes, Valdez confirma el valor de su trabajo como paradigma de la cultura caribeña más genuina: ignorando los conceptos ya trillados de "centro y periferia", coloca su propio centro en esa compleja propensión del hombre de estas tierras (estas islas) a ser introspectivo y universal, y a fundir los signos del arte internacional en expresiones de arraigo propio. En esta capacidad siempre renovada podría residir su más honda identidad.
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