2014. Nido en Galería Praxis
La memoria de los nidos
Por Mercedes Urquiza
La naturaleza está llena de relaciones binarias. La lluvia y el sol. El calor y la helada. La vida y la muerte. Es un territorio poblado de “dípticos”, de relaciones simbólicas y plásticas entre elementos que a veces son complementarios, que a veces son opuestos. Incluso cuando se trata de un solo elemento.
En el monte, un nido puede ser presencia y también puede ser ausencia. Puede ser el templo de paja y ramas en el que nace la vida. O puede ser el esqueleto de una naturaleza en retirada, el melancólico, y a veces macabro, testimonio de una vida que ya no existe. Que se ha ido para siempre.
Para Beatriz, los nidos son formas, son símbolos y son evocaciones. Ya desde chica se trepaba a los árboles para verlos bien de cerca. Eran el tesoro escondido en los veranos entrerrianos que transcurrían en la casa de sus abuelos y en cuya búsqueda se expresaba eso que tantos artistas experimentan durante la infancia: la pulsión de hallar un objeto, una idea, cuyas formas y significados intentarán descifrar a lo largo de toda la vida.
Porteña por nacimiento (y poco más), una vez que terminó la carrera de arte en la Prilidiano Pueyrredón, Beatriz tuvo dos certezas: que se iba a dedicar al arte sea como sea y que dejaría Buenos Aires para acudir al llamado de la naturaleza. Y así fue como Chaco apareció en su mapa. Primero hizo pie en Resistencia, que no será Buenos Aires, pero era una ciudad y, por lo tanto, tan sólo una escala. Y, luego, fascinada por la exuberante naturaleza chaqueña se encaminó hacia las afueras, hacia el que iba a convertirse en su lugar en el mundo, allí donde siempre soñó anidar, bien cerca del monte y del agua.
En el monte chaqueño, su obra se encausó dentro de la técnica del grabado, aunque su curiosidad también la llevó a experimentar otros senderos, siempre en función de su particular observación de la naturaleza. La docencia y la organización de encuentros regionales y nacionales la mantuvieron activa entre su obra y la gestión. Viajó a distintas ciudades europeas con el fin de ampliar su formación técnica y teórica. Al mismo tiempo que construía una familia.
Allí, entre palmares y esteros, a poquitos kilómetros del río Paraná cerquita del monte, en caminatas en busca de piedras, bichos, nidos en su propio terreno, monte adentro, bordeando y algunas vez también inmersa en el famoso Impenetrable, donde la acción del hombre abría cada día más claros y dejaba un rastro de nidos vacíos, metáforas plásticas y poéticas de ese desgarrador proceso llamado “desmonte”.
Su enorme experiencia en los métodos del grabado la llevaron, con el tiempo, a dejarlo de lado para focalizarse en un minucioso dibujo. Que surge, como le sucedía con el grabado y al igual que tantísimos artistas a lo largo de la historia del arte, de la observación e interpretación de la naturaleza. Desde lo cotidiano. En sus detallistas dibujos, Beatriz engaña al espectador con trazos muy reales pero en realidad ella está haciendo sus propias versiones de nidos, en diferentes escalas, con caprichosos y muy puntuales acercamientos en donde se detiene en una ramita, una hoja o un hilito perdido en el aire.
Sueltos, como flotando en esos impolutos fondos blancos, elaborados con el metódico artesanato de un pájaro, los nidos de Beatriz esconden infinitas posibilidades de entender y descifrar sus formas. Esas que parecían encerrar el significado de la naturaleza y sus misterios para aquella niña que saltaba de árbol en árbol durante los veranos entrerrianos.
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