Cada tiempo creativo, para un hombre como Felipe Herrera, implica una actualización de sus fuerzas artísticas, así como de una energía, a veces contradictoria, en la que memoria y permanencia se convierten en "La Mano y el Muro", a la vez que un pasado en presente, futuro y viceversa. Su ubicación en la actualidad de su entorno, sin dejar de rastrear el pasado, lo coloca con mayor nitidez en el presente de una expresión sensible bajo la certitud, para él, de "saber que todo lo que estás haciendo es poesía".
Este artista, y este ser, que busca en la cotidianidad del objeto la "personalidad de la vivencia" sin abandonar su luz ni su espacio, prevé el momento en que aquel, el pocillo, la manzana, la taza de café, el corazón, el pedazo de papel, la vieja partitura, la rama seca, el reloj, el péndulo o una forma geométrica, encuentra su lugar en un "nicho" siguiendo la configuración de un espacio de encuentros y desencuentros que complejizan los conceptos, a la vez que formulan un "autorretrato" donde las fuerzas en movimiento expresan una experiencia creativa y humana.
Al percatarse de que todo implica una liberación de energía, una explosión dentro de la contención del espacio y el tiempo, Herrera demanda del artificio de un concepto ecológico; no como tema banal, pero sí como sustrato o lava volcánica llena de aspiraciones que se comprometen con una vocación. Una vocación dirigida a la invención humana de una superficie lírico-poética representativa del día a día en tres tiempos. Es una pasión. Es un rechazo a la oscuridad. Es la coherencia de un concepto, de una línea, de un dibujo, de una verdad propia, de una historia. Todo ordenado en unidades sensibles que resultan en la síntesis del humanismo siempre subyacente en la obra de este artista venezolano. Cuando Herrera sobresale en el denominado boom del dibujo en Venezuela, por allá por la década del setenta, los mismos fantasmas de hoy comportaban el bien y el mal. Siempre refugiados en la maravillosa energía creadora de un espíritu ligado a la poesía, a la literatura, estos fantasmas legitimizan un trabajo creado y realizado a la luz de la libertad y al desprendimiento de la mano que sostiene un corazón enraizado en sentimientos telúricos profundos. Profundos en los sepias y los ocres de la tierra, en los blancos y los negros de la vida. Símbolos y conceptos expresados en metáforas. El misterioso damero de ajedrez junto al dibujo anatómicamente descriptivo del cuerpo humano, o un fragmento de él, o junto a la manzana incompleta por el mordisco, se distribuyen misteriosamente sobre el plano, creando, prácticamente, un espacio ilusionista. En sentido estilista, tanto en la bidimensional como en la obra objetual, el artista mantiene el afecto por lo matérico, sea real o virtual.
Podría afirmarse que Herrera es un analista del espacio y el tiempo "atemporal". Cada una de sus obras puede ser milenaria, o de ayer o de mañana. Cada "nicho" es autónomo. Cada uno contiene metáforas imponderables entre las fuerzas barrocas y minimalistas de una presencia real. En su última serie, "Apuntes en el Muro", trama directrices significativas hacia el interior y exterior del espacio, centrífugo y centrípeto, ordenando el objeto en su propia grandiosidad. En consecuencia un corazón sostenido por una mano al aire o flanqueado por púas, un reloj seguido de un péndulo, tres volúmenes geométricos, son, simultáneamente, conceptos y símbolos interiores. Al hurgar en la historia de la geometría sensible, en el espíritu de las formas y en la simbología de lo cotidiano, Felipe Herrera construye una obra que llega al límite entre lo abstracto y lo concreto.
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