La pintura materializada en espacios circulares (como la que motiva las presentes palabras cuya índole es, y hay que expresarlo ya, la de la más abierta admiración) debe cumplir siempre con una exigencia fundamental: la del más que correcto equilibrio de la composición, al que el creador debe equiparar con la máxima equidistancia visual. Y no cabe la menor duda en cuanto a afirmar que esta sobresaliente obra estética cumple holgadamente con ambos requerimientos. Por una parte el matemático, pero también cálido diseño, urdido como si se tratase de uno de los inquietos pentagramas del gran Igor Stravinsky, con un trazado tan eficaz que las líneas que lo sustentan parecen estar edificando el espacio que ocupan, que provoca así la bienvenida ilusión de estar contemplando segmentos del universo. Con respecto a la sagaz pigmentación del cuadro, en cuya superficie los tonos fríos se entregan a un saludable contrapunto con los cálidos rojos de la zona central, lo cual resulta en una balanza visual donde, por fortuna, no hay un matiz ganador a costa de otro perdedor. El hallazgo se debe a la inteligencia de Silvia Goñi, de cuyo lienzo estoy hablando por escrito, que antes de concretar su satisfactoria tela sabe ponderar cada uno de los detalles que este mismo trabajo habrá de suscitar, que con su envío se reducen a manifestar el más elevado elogio.
El presente del arte argentino-Sus referentes