La carrera de Claudio Gallina ha conocido momentos fulgurantes, como el de su debut oficial en una no demasiado lejana edición de Arte BA. Luego fue creciendo en soledad y optimizando lo que sabe de técnica, al tiempo que medía sus fuerzas -con éxito- en el exterior.
Hoy necesita decir lo suyo, como siempre, pero con mayor imperiosidad, y como argumento eligió uno afín a este lado del mundo: el de la educación escolástica. Volver visible semejante tema, que involucra a todos los países de nuestro hemisferio, parece un utopía hasta que se ven las obras de Claudio, repletas de argumentaciones que no eluden el simbolismo estético, pero asentándose en la realidad. En nuestra realidad de civilización y barbarie.
Sobre el enorme manchón de tinta que luce el soporte se arman en trabazón equilibrada los protagonistas: chicos y chicas de guardapolvo blanco que sabemos transitan por sus grados como pueden, lo mismo que sus maestros. Porque lo que está en discusión ahora -como nunca antes- es la modalidad de la educación, que ha llevado a los que la reciben a un verdadero estado de ignorancia.
Claudio Gallina se interroga a medida que pinta y haciéndolo convierte a sus telas en verdaderos argumentos. Dentro de muchos años estas obras informarán sobre el final de un mundo de pizarrón y tiza, de bancos de madera y libros de papel. Cuando esto sea una referencia histórica las pinturas dirán -con la naturalidad con que lo sigue haciendo un grafitti pompeyano- cómo fueron los años de arranque del siglo XXI en la Argentina y en el resto de América Latina.
Cuando se recorre la superficie de las escenografías de Claudio Gallina surgen preguntas: ¿por qué sus construcciones parecen destruidas?¿Qué hacen en esos lugares los chicos de guardapolvo blanco? La calma no es más que aparente, toda la tensión subyace. El pintor recurrió a esos personajes para reflexionar básicamente acerca de la identidad y su ubicación en el espacio público y en el privado, sobre el poder y sus estructuras jerárquicas y sociales, sobre la atracción del mal y la ambigüedad de la mirada.
Claudio Gallina rasga el velo de la hipocresía y su imaginería de rigor clásico revela aquellos demonios que siempre se intentó mantener alejados. La historia surge de la imaginación del contemplador y el resultado final más que inquietar lleva a una sensación de hartazgo, el mismo que se tiene luego de oír a algunos de los políticos que el destino insiste en imponernos.
En medio de estas sensaciones puede llegar a pasarse por alto la naturalidad con que Claudio Gallina extiende la materia que, en el variado catálogo de los engamados, acentúa el sesgo liberal de las telas que hizo aflorar la expresión del psiquismo en la disposición inicialmente azarosa de la mancha, uniendo mediante un vínculo secreto la libertad de la creación con el certero aprovechamiento de la casualidad.
El simbolismo y las diferentes técnicas surrealistas continuaron aquello anunciado por Leonardo, quien veía en las manchas de un muro los trazos de grandiosas composiciones plásticas. Nuestro pintor ve en la mancha inicial las zonas más oscuras de nuestra realidad y luego las ilumina con esos guardapolvos blancos conmovedoramente vulnerables.