Durante la distribución de las ofrendas, cuando en la noche un viento en fuego esparce signos que penetran en la sangre del niño, las ramas de los eucaliptos se sacuden y las montañas rugen. Hasta el alba piedra y corteza claman, en tanto que los niños se encienden de historias venideras y brujos soles. Al parir la madre, ya el rostro indefenso mira con ojos de anciano.
Se obedece, entonces. í¿Dónde huir si el manto cotorra delata? í¿Cómo ser liebre si se ríe el fino hocico de zorro? Construye pues tu cuento, hombre, y oye el encanto. Afortunados somos que podemos revelar nuestras llamaradas a través del arte. (No asomes tus piernas grises, mentira, ya que de pena se muere.) En quietud uno escucha, y el cuerpo como un joven helecho se vuelve esfera y las imágenes brotan y todo uno se torna visión y la inmensa realidad crepitante empuja las tripas y emerge, chorreante y refulgente, de las profundidades en las cuales sofocaba. Así, Delmonte jadea bajo el azul de un principio del día, y de él surgen olores a pedregales ocre, mientras los relámpagos iluminan el nacimiento de la tierra americana. Se intuye que Delmonte está atento, siempre, al menor indicio de movimiento íntimo, pues si bien lo visible en el lienzo parte de una estética comprendida, es la gigante espiritualidad personal que palpita detrás de las formas, y su soplo está compuesto de sagradas cimas que sólo el antiguo ojo cobre vislumbró. Estremecido, como un árbol que sediento de pronto recobra su alma, Delmonte, su voz ahora mansamente muda, recibe y transmite, ineludiblemente, los signos que le han sido otorgados en la noche de fulgor, y se confunden en su carne.
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