Libertad 1628
Me preguntaba a mí misma, si luego de los sucesos de mayo del ’68 había tenido dificultades para continuar con mi obra, y debo responder que sí las tuve. Tuve un problema ético: ¿qué sentido tenía expresarme con el minimalismo frente al momento de profundas revueltas que estaba viviendo el mundo y el hambre y la miseria imperantes en nuestro país?”
Con raíces en la escultura minimalista, la obra de Margarita Paksa (Buenos Aires, 1932) es consciente del espacio: está organizada en torno a la experiencia de un espectador, investiga no sólo la relación entre el objeto y la percepción, sino también los procesos por los cuales se codifica el significado abstracto de forma concreta. Su interés por el lenguaje, comenzando en 1966, profundizó esta exploración sobre cómo se produce y abstrae el significado a través del texto. Trabajando en series, Paksa desarrolló métodos que a veces eran precisos y a veces oblicuos. Sin embargo, comparten un compromiso crítico, demostrando a través del análisis cuidadoso de texto y tipografía que el lenguaje, como abstracción, no es neutral ni del todo transparente.
Como atestiguan sus Escrituras secretas, hacia 1976 la codificación de mensajes se había convertido no sólo en un problema semiótico, sino también político. Trazados a lo largo de retículas de perillas o ruedas pintadas, sus textos son apenas perceptibles. Sólo se vuelven legibles al distinguir el campo sólido de las perillas del fondo de las
líneas formadas alrededor o sobre la superficie, exponiendo la interacción entre el espacio y la forma de la abstracción geométrica. Los colores puros espectrales y los materiales industriales no conforman frases de protesta. Son una sensación de exasperación, de resignación ante la negación silenciosa de una cultura opresora del “no.”1 Visibilizando la distorsión de las palabras de sus significados originales, los textos de Paksa son notas para ella misma. Son sentimientos subjetivos pero insertados sutilmente en una supuesta “realidad absoluta” de la retícula formalista.
Ojos ciegos, una serie del año siguiente, se basa nuevamente en la estructura – esta vez la cuadrícula constructivista y el alfabeto simbólico de Joaquín Torres García – para organizar un vocabulario de elementos intercambiables: caras enojadas y angustiadas, puños cerrados y manos extendidas, pechos dislocados, televisores, cepillos de dientes, semáforos y ojivas fálicas. Cada uno de estos elementos funciona como un objeto sutil y discreto. Están dispuestos en la página como palabras en una oración, como parte de una enunciación fragmentada y yuxtapuesta. Se trata de una visión más terrible que la suma de sus partes cotidianas.