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Las posibilidades de ese acontecer que es la pintura -sobre todo la pintura contemporánea- incluyen a quien la está observando de un modo pleno. ¿Hay acaso otro modo de transitar el paisaje cordillerano que no sea el de dejarse atravesar por su luz?
Las largas y azarosas campañas del artista a la montaña derivaron paradójicamente en un alejamiento de los motivos y modos clásicos de representación del género paisaje; en cambio fueron diversos asuntos los que de a poco fueron construyendo una poética que reverbera más allá de la forma y se ocupa de los deslizamientos, las estratificaciones, el deslumbramiento y los reflejos, pero sobre todo de aquello que se encuentra en los bordes mismos de la representación: la energía de los vientos desconocidos, la abismante antigüedad de la luz de las estrellas observadas en altura, el color que sólo atisban los que miran el deshielo, el vacío pleno del abismo.
En las últimas pinturas de Carlos E. Gómez Centurión aparece, en lugar de las formas (o aquello que está ya formado) el proceso mismo, el acontecimiento que duerme en el hundimiento o surgimiento de las imágenes; la mancha como imposibilidad de cálculo, la mancha y el gesto como anulación de las coordenadas de los saberes y ciencias previos a la visión, la mancha, pero sobre todo el vacío que yace entre las pinceladas como destino de viaje verdadero. Si algo diferencia a estas obras de las que pudieron producir los artistas viajeros del siglo XIX, es precisamente el reemplazo de lo sublime por el emplazamiento de la mirada humana en las entrañas mismas de ese vacío tan temido. La exploración es en estas obras la investigación del propio campo de la pintura y no de su exterioridad. Los pigmentos, los médiums, las herramientas y aparejos diversos del oficio se despliegan ante la mirada, como se despliega la distancia entre la imagen y la idea.
En una etapa anterior, Carlos Gómez pudo decir la cordillera. Sin embargo parece que ha llegado el momento en su obra de trabajar sobre lo indecible. Esta posibilidad, cercana al silencio engañoso de las tierras altas, lo obliga de alguna manera a desnudarse y laborar desde la ausencia de los motivos reconocibles, pintar por fuera del terreno mensurado y aventurarse en esa zona que los cartógrafos llamaban terra incógnita.
En todo caso, un territorio del que constantemente el pintor retorna a este mundo con paisajes que no se ajustan del todo a la mirada, como encandila la ausencia del sol, o tiembla levemente el espejismo de tierra firme.
Alberto Sánchez Maratta
San Juan, otoño de 2016