Uriarte 1373
En la fragua de los colores
En el crisol se separan el arrabio y la escoria, aunque procedan de la misma combinación de elementos. Como en el alto horno donde la trasformación del mineral de hierro en presencia de fundentes y catalizadores tiene lugar, Waissman hace emerger la colada escarlata de sus obras al calor incandescente de la pasión creativa. Esta vez su proceso no rastrea la oscuridad mineral extrayendo de sus profundidades los negros primigenios y tampoco reconcentra su propia biografía en los óxidos de emblemáticas virutas.
En cambio, el color irrumpe como sustancia aún en estado de licuefacción, deslizándose sobre las superficies en gestos rápidos, resbalando en chorreados y salpicaduras, como si los pigmentos corrieran descontrolados, imparables como el hierro fundido. Pero el artista está allí para domesticarlos, para darle medida al accidente, para otorgarle forma a la pincelada e imprimirle un significado. Menciona el azar controlado del que se servía Jackson Pollock quién lo había aprendido del músico John Cage. Como ellos, quiere dar cuenta de un mundo que está en continuo devenir, de la fluencia con que a diario se presentan las transformaciones en el entorno que transitamos y que nos afectan como individuos.
Rojos encendidos, parangonables al escarlata de los ricos tejidos con que se distinguían los aristócratas del medioevo y el renacimiento, señorea en varias de estas pinturas, a veces únicos en tonalidad, pero diversos en densidad y morfología. El artista siente que en estos trabajos procede como un grabador que imprime sus motivos con la monocromía que pondera, por contraste, la cualidad blanca de las superficies dejando existir a las telas. En algunas ocasiones esta decisión se traslada a las tintas –cuantioso conjunto que dio origen a esta serie de obras–, permitiendo que brochazos verdes entreverados con amarillos florecidos en la expansión de las gotas que mezclan sus tonalidades, floten en el vacío del papel como si fuera la visión de ensueño de un paisaje soleado. O constituya la despejada atmósfera en la que se reiteran oleadas de salpicaduras turquesas y azules, haciendo presente la reverberación del agua estallada en espuma y atomizada en el viento.
Las tramas abiertas que usan el albo del soporte como color constitutivo de la composición, va acrecentando su densidad de pieza en pieza: de aireada, en la que curvos grafismos rojos se replican a partir de un horizonte cuyo vacío vuelve infinita la sugerencia de espacio –erizado aquí y allá con la dilución del pigmento–, sobreviene atmosférica masa de cerúleos y escarlatas que en el ritmo de las pinceladas, superposiciones y transparencias, parecen tejer una filigrana poblada de escurridizas y ambivalentes figuras. Del mismo modo sucede cuando el esmalte rojo se entrecruza con el negro, combinación aplicada con una estrategia gestual que cobra en esta ocasión, una traza impetuosa. Y que no es menor que la que reúne los azules verdosos surcados por los aerodinámicos brochazos rojos que, como pájaros de fuego, atraviesan al vuelo las espesuras del follaje.
La asociación con el género del paisaje se confirma cuando el artista reitera que la historia de la pintura, en particular, la de la Argentina, lo acompaña como un capital aquilatado desde la niñez, viendo, admirando y aprendiendo de los maestros. Desde el primer impacto recibido ante la manera de trabajar de Roberto “Cachete” González, o deslumbrándose con las obras de Emilio Pettoruti, Enrique Policastro, Augusto Schiavoni, Roberto Aizenberg, Zdravko Ducmelic, Leónidas Gambartes, Ramón Gómez Cornet, Domingo Candia, Raquel Forner, Rómulo Macció o su guía y amigo Antonio Seguí. Estas referencias pueden no aparecer como cita textual en su propia producción, pero sí como bajo continuo sensible que porfía en la transmisión del oficio y sus secretos como deber ser del pintor.
Pero aún, lo aparentemente imposible de vincular con referente alguno, es decir, el ejercicio liso y llano de la opción abstracta, se contamina con lo visto y con las imágenes que evoca el título de la exposición cuando, sobre un fondo estratificado de amarillos, manchas rojas se coagulan y chisporrotean como la materia inquieta –y riesgosa–de una fundición.
Rojos y amarillos se reiteran a lo largo de las tintas realizadas sobre cartulinas halladas entre las que se emplean para embalajes comerciales. En más de una ocasión, Waissman ha escogido sus materiales por fuera de los fabricados exprofeso para la práctica artística. Sabe que la calidad y la ortodoxia del procedimiento no siempre responden a las necesidades expresivas de cada obra. La superficie satinada y de textura encerada de estos soportes le permiten hacer correr las tintas con fluidez, moverlas y arrastrarlas casi como si las estuviera modelando, al tiempo que los colores aplicados sobre ellos se vivifican. Y se mantendrán brillantes a pesar de cubrir parcialmente un amarillo con anchas y translúcidas pinceladas negras sobre las que se han dejado caer dramáticas manchas rojas. Pero, a pesar de que la sensualidad esté en la base de las decisiones técnicas y estas impliquen el goce de la manipulación de los materiales y la excitación de sus hallazgos, el artista insiste en que lo trágico recorre toda su producción. Ahí están sus lívidas esculturas de la serie de Animales mitológicos (2018), erigidas como recordatorio explícito de la violencia que recorre la historia de la humanidad.
Aunque varíe su abordaje, en este último ciclo pictórico no rehúye lo dramático. Las circunstancias de creación lo confirman: nueve meses de encierro en su casa del Tigre, restringido espacialmente al no poder disponer de su taller en la capital por la pandemia, que como la peste de los relatos medievales recorría sin miramientos ni distinciones el mundo entero, matando de a cientos de miles y manteniendo en jaque a millones. El encierro, el temor por la propia vida y la de los demás, el rumor infundado, ignorante y malicioso que sumaba terror a la siniestra situación, lo llevó a refugiarse en una labor desaforada. Ese frenesí fue también una reacción al clima ambiguo y perturbador, de claras aristas apocalípticas, que de una forma u otra se fue filtrando en las pinturas.
Aunque algunas de estas composiciones invoquen la aparente inocencia de una naturaleza muerta integrada solamente por un cacharro y una fruta –austeridad que recuerda a Fortunato Lacámera, aunque Waissman mencione a Roberto Rossi, otro insuperable en el género–, la incerteza del dibujo, el magma de grafías en el que la sustancia del motivo central parece deshacerse y el negro del plano de apoyo que contamina con su penumbra al resto de los elementos, hace pensar en lo inasible de la condición de los seres expresado en las cosas.
Entre las más de mil tintas realizadas podría hacerse una clasificación en la que los bodegones abarcarían cientos. Entre ellos hay uno en el que se entrevé una suerte de jarrón floreado, cuyos contornos están en proceso de desintegración en el espacio dorado que lo envuelve. Es factible conjeturar en este tratamiento la intención de hacer aparecer un objeto cotidiano traspasado por un clima metafísico, de tenor semejante a la experiencia que el artista tuvo contemplando La última cenade Leonardo Da Vinci durante su último viaje a Europa. Frente a ella se sintió interpelado por la potencia sagrada de la escena representada, pero además encontró que el deterioro que ha sufrido el mural, el desleimiento de las figuras y las texturas erosionadas que lo cubren, se convirtieron en un plus artístico que enriquece a la obra.
Sobre esta base concibió la serie que hoy presenta, que responde a un complejo compuesto de emociones, certezas, anhelos, creencias y temores, dando sustancia humana a la profesión de fe en el arte como instrumento sensible de penetración del mundo. Concluyó que no es necesario separar la escoria del arrabio, sino que, por el contrario, fundidos en el crisol de la labor pictórica, se puede obtener la sustancia comprensiva que nos anime a la trascendencia, a asomarnos, pese a nuestras debilidades, a los abismos de lo sublime.
Adriana Lauria
Curadora
octubre de 2021